Atteneri era un auténtico espectáculo de elegancia y gracia en la lucha. Su magnífica figura se arqueaba y alzaba al compás de la melodía de los golpes que asestaba o esquivaba, llenos con la confianza y efectividad que daba ser una sobresaliente y aventajada alumna. Pero como todo destacado discípulo, tenía pequeños escollos que reprobaba una y otra vez, incapaz de corregir. En su caso, evitar a toda costa la ejecución de sus rivales bajo sus manos.
Su hermano Aridam, al contrario, no parecía tener tantos escrúpulos a la hora de asesinar. Tampoco parecía repudiar las armas como ella. Al contrario que su gemela, la daga que blandía amenazadora sobre las cabezas de sus adversarios parecía formar parte esencial de él.
Su padre, había sido su maestro, y lo había adiestrado e instruido a lo largo de los siglos de una manera menos considerada que a la de su gemela. Quizás se debiera a que él había sido el varón y no su hermana, pero lo cierto era que se debía en gran parte a que Atteneri, dentro de su inmortalidad, era más humana que sobrenatural.
Mientras él había heredado o adquirido una serie de extraordinarios poderes, su gemela, sin embargo, las magníficas; aunque reducidas habilidades inusuales que poseía, las había ganado con esfuerzo, dedicación y con una insufrible obstinación, tediosos cientos de años practicando para mejorar.
No fueron tiempos fáciles, pero si de algo podían presumir, era que habían tenido al mejor de todos los mentores, y por supuesto, dentro de su carácter serio e exigente, al mejor padre de todos.
Cada minuto que trascurría, Atteneri y su hermano, debido a que ellos eran ridículamente; aunque poderosos, solo dos contra lo que parecía ser un hervidero atestado de criminales que parecían duplicarse por momentos, se veían cada vez más y más acorralados e impotentes.
Jara se sentía abrumadoramente más deficiente que nunca. Tenía un nudo en la garganta que, caritativo, le permitía retener el llanto que la dominaba por dentro.
“Rian…”
Un puñal pareció incrustarse en el corazón de la muchacha. Podía morir esa misma noche y ni siquiera se había despedido de él.
—¡La humana! ¡Entregadme a esa zorra y os perdonaré la vida! —bramó una furiosa voz.
—¡Puede que en tus mejores sueños, maldito hijo de perra! —oyó decir a Atteneri, con odio.
Un golpe seco pareció surcar el ambiente. Apto seguido, todos los allí presentes rompieran en tronadoras carcajadas.
En esa ocasión fue la voz feroz y llena de rabia de Aridam la que predominó por encima de cualquier otro ruido. Parecía vehemente:
—¡Soltadla o juro que bañaré este lugar con vuestra podrida sangre sí os atrevéis a darle un maldito golpe más!
Ante la devastadora imagen de lo que podía predecir pero no vislumbrar, Jara llevó las manos a su rostro e intento silenciar sus sollozos y pensar.
Su mente estaba en esos instantes igual de petrificada por el pánico que su cuerpo.
—¡Sam, nooo! ¡Qué estás haciendo aquí! —el grito desgarrador de Atteneri la sobresaltó.
—Bienvenido, Samael. Mientras más seamos en muestra pequeña fiesta, mejor —silbó alguien, divertido.
Jara no sabía quién podía ser ese tal “Samael”, pero lo que sí supo, fue como la contienda pareció resurgir de la mano del recién llegado y de un suicida Aridam.
Minutos más tarde, la joven pudo escuchar el estrépito de un sonido metálico caer a no mucha distancia de ella.
Un arma.
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ÁNIMA SEDUCIDA
خارق للطبيعةÉl era el mal y se regodeaba en ello. Absolutamente nadie obtenía su compasión ni su misericordia, ni siquiera, la persona que inesperadamente había despertado y alimentado en él emociones que creía muertas. Desde la pérdida de su esposa, las noches...