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- Chata, ¿y mi anís?

- Que si Don Rafael que ya se lo llevo yo a la mesa, siga usted con su chinchón hágame el favor.

Y casi mecánicamente cojo un vaso de la vidriera de cristal, fregado y seco, y después la bebida alcohólica y lo lleno hasta la mitad, y como quien no quiere la cosa le añado un poco de agua del grifo mientras tarareo. Que si no luego se me pone muy tonto, pienso. Y se lo llevo a la mesa, la misma mesa que atiendo desde que tenía 16 años, la misma mesa del mismo bar de mierda, con los mismos clientes babosos, en el mismo sitio de la ciudad de mierda. Y así hasta que me muera.  Yo no nací para que el pelo me oliese a fritanga y para atender a los mismos viejos que juegan a las cartas o a las traga-perras de siempre, pero mi abuela tenía razón, si no salía del barrio a tiempo me engulliría en su mierda para siempre, y para siempre tendré este bar que a penas da dinero y si muchos disgustos. 

- Que mustia estás hoy Evita, con lo bien que te queda esa faldita corta... 

Ignoro y me escondo tras la barra a fregar lo que ya he fregado varias veces en lo que va de mañana. Estos viejos verdes... pienso para mi misma. Llevo mi falda de tubo negra ya algo ajada que solía ponerme cuando salía de fiesta, una camiseta básica con escote, para ganarme honradamente unas propinillas y mis converse también bastante destrozadas. Soy un desastre. 

Creo que la mañana seguirá tranquila hasta la hora de comer, la partida de chinchón se ha convertido en mus y creo que se prolongará por lo que queda de mañana. La luz del sol temprano entra por las cristaleras del bar en forma de rallas por los estores de metal, lo que me recuerda bastante a unas rejas dibujadas en el suelo. Como una especie de prisión. Casi, casi me río. 

Pero no.

De repente y sin previo aviso entra una figura masculina joven en el bar. Eso ya de por si es extraño. Pero tampoco le presto mucha atención, seguro que compra tabaco y se va.

Siento una punzada de decepción al pensarlo.

Y efectivamente, recorre el bar con una mirada rápida y en su rostro casi percibo la sorpresa. Pero sus ojos no me han rastreado, he pasado desapercibida. Se dirige a la máquina de tabaco.

La punzada de decepción se intensifica. El caso es que el chico me suena. 

Lleva una camiseta de tirantes blanca metida por dentro de unos pantalones de pinza color arena, sujetos a su cintura por un cinturón color café. Ahora de espaldas no sabría exactamente decir de que me suena. Mierda. Es de estatura media, bueno algo más bajo quizá. Blanco de piel, pero su pelo excesivamente engominado, es negro.

Camel.

Y gira despistadamente la cabeza hacia la barra y por lo que parecen décimas de segundos: me ve.

Por favor.

Vuelve a girarse, mira el paquete, vacila unos segundos y vuelve la cabeza hacia mi, y esta vez no me ve, si no que me mira. Directamente y a los ojos.

No puede ser. Ya se quien es.

De forma arrogante se sienta en un taburete con el acolchado en rojo prácticamente roído y ya no me mira.  Tiene los dedos enlazados frente a su rostro, pero él está mirado hacia la partida de cartas. Prácticamente todos los dedos de sus manos están ocupados por extravagantes anillos de oros, y del cuello le cuelgan cadenas, también de oro, en las muñecas, esclavas de oro también. Está excesivamente cargado. 

- ¿Es así todos los días? - Pregunta.

- Sí, así es siempre, desde que tengo uso de razón. - Contesto intentando ser evasiva mientras seco unos vasos que ya estaban más que secos.

- ¿Es tuyo el bar?- Ahora me mira a mi.

- Sí, es un negocio familiar.

- Pareces muy joven para llevarlo tú sola.

- Mis padres murieron.

No muestra ni un ápice de compasión. Su rostro es serio, pasivo. Pero denoto diversión en sus ojos, como si algo de la situación le crease un estimulo de excitación.

*Mala mujer... Mala mujer... Me han dejado cicatrices por todo mi cuerpo tus uñas de gel*.

- Voy a subir esta canción, ¿te importa? Es que me encanta. - Digo, y por su cara siento que ha empezado un juego.

Mueve las manos en señal de: adelante.

- Solo por que tú te has ido... - tarareo.

- ¿Te gusta ese gilipollas que canta? - Se está divirtiendo en exceso.

Pero la situación está a su favor.

- Sí.

- Es muy feo... - Dice y se ríe, sonríe, me mira.

¿Qué?

- Puede que hasta eso se lo tengo muy creído.

Y se crea una extraña competición por ver quien aguanta más la mirada. Me lo tomo en serio. Pero él está sonriendo.  Le divierto.

- Rubia otra ronda de anís coño.

He perdido.

- Voy Don Marcelo.

Creo que escucho su risita cuando preparo los cinco vasos, y antes de dirigirme a la mesa con la bandeja miro hacia atrás y le veo, mirándome.

- Aquí tienen.

- Gracias Evita.

Y se que me va a dar una palmadita en el culo como siempre, así que aprovechando los 50 años que me saca, me adelanto y coloco la bandeja entre mi culo y su mano. La mesa ríe. La barra me mira extrañada.

- ¿Eres fan del C. Tangana? - Pregunta cuando vuelvo.

- No cualquiera se merece que yo sea su fan, Antón.

Ríe. Sabe que lo se. 

- Ponme un whisky, sin agua si puede ser, chula.

Lo preparo, muy rápido.

- Aquí tienes. Son 600 pesetas.

Pone 1000 sobre la barra y se lo bebe de un trago.

- Quédate con el cambio.

Me guiña un ojo y se va.

Le miro irse, no se vuelve. Me parece ver como se monta en un coche y se va. Cojo el vaso que ha dejado y lo relleno, hasta arriba y yo también me lo bebo de un trago y me enciendo un cigarro. Puede que sea la situación más intensa que he vivido en mucho tiempo.

Bien Duro (C. Tangana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora