7. Kari

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Gatomon estaba en peligro.

Lo presintió incluso antes de que sus ojos se acostumbraran lo suficiente a la oscuridad y le permitieran ver algo. Distinguió, en primer lugar, el contorno de algunos árboles; la forma alargada y retorcida de los troncos que ascendía para hundirse en una copa frondosa de hojas puntiagudas. Pero todo estaba demasiado oscuro, el cielo estaba vacío de estrellas y no había luna... si es que eso era realmente el cielo, porque tampoco estaba segura.

De pronto, oyó algo que rompió el silencio en mil pedazos y Gatomon apareció de un salto ante sus ojos. Su pequeño cuerpo estaba magullado, como parecían indicar el pelaje encrespado y las manchas de sangre que lo teñían en ciertas partes. Sus ojos hablaban de decisión y fortaleza, como siempre, pero no podían hacer desaparecer la angustia que también brillaba en ellos.

La gata corría a cuatro patas, desesperada, inmersa en esa selva oscura. De vez en cuando miraba hacia atrás y maullaba como si desafiara a su perseguidor; porque obviamente alguien la estaba persiguiendo.

¡Y gritaba! Sí, a veces la oía gritar y decía siempre lo mismo; su nombre.

—¡Kari! ¡Kari!

Y aunque ella la veía y ardía en deseos de salir corriendo en su ayuda, algo le impedía moverse. Solo podía estar allí, solo podía observar y morirse de miedo porque a su amiga fuera a pasarle algo terrible.

Y de pronto, una masa oscura y enorme se desprendió de las sombras de la selva nocturna y cayó sobre la gata. La cubrió como si fuera un manto o una ola del mar y antes de desaparecer del todo, el digimon pudo soltar un nuevo grito de auxilio que fue el más desgarrador que Kari había oído nunca.

—¡¡GATOMON!! —chilló igualmente ella, saliendo de esa horrible pesadilla.

Abrió los ojos y la oscuridad seguía a su alrededor, pero enseguida reconoció su cama, sus cosas... estaba en su dormitorio y había tenido otro mal sueño. Nada más. Así que intentó calmarse.

Esa había sido la peor pesadilla de todas hasta el momento, parecía que estuvieran empeorando en lugar de remitir. Aún podía sentir sobre su piel la pegajosa humedad de esa selva y el miedo de su amiga.

Kari salió de la cama, inquieta y se dirigió a su escritorio, abanicándose con una mano. Sentía que necesitaba resoplar una y otra vez. Cuando se acercó el reloj a los ojos comprobó que solo llevaba dormida un par de horas. El corazón le palpitaba con tanta fuerza como si hubiese sido ella la que había estado corriendo. La piel del rostro le ardía, tenía el cuello húmedo por el sudor y las tinieblas de su cuarto se arrastraban con pesadez sobre las paredes en torno a ella.

A Kari no le gustaba la oscuridad, como habría sido esperable. No es que la asustara; al final y al cabo, ella era la portadora del emblema de la luz. Pero se sentía agobiada, como atrapada, cuando todo estaba a oscuras.

Se frotó los brazos para darse ánimos y se repitió que todo había sido una pesadilla. Y las pesadillas no significan nada... pero, estaban siendo muy reales y perturbadoras, ¿y si en este caso si eran por algo? ¿Y si realmente Gatomon estaba en peligro? ¿Y si esas pesadillas eran la forma en que su amiga trataba de comunicarse con ella y decirle que la necesitaba?

Abrió el joyero y cogió su dispositivo sagrado. Lo apretó con fuerza en su mano y después miró su pantalla con urgencia... pero no encontró nada en ella. Se lo llevó al pecho, contra su corazón y lo apretó, asustada, con los ojos cerrados.

—Gatomon... —susurró—; por favor, ¿puedes oírme? ¿Estás bien?

Esperó, tontamente, que pudiera llegarle una respuesta a través de ese frío dispositivo, pero todo lo que encontró fue silencio. Demasiado silencio, en realidad.

Salió de la habitación con el dispositivo en la mano y con cierta vacilación, atravesó el pasillo de puntillas para asomar un ojo por la rendija de la puerta del cuarto de su hermano. No vio nada, todo estaba oscuro; pero no se oía el más mínimo sonido, ni tan siquiera su respiración.

—¿Hermano? —murmuró.

Abrió un poco más la puerta y se atrevió a encender la luz. Tal y como sospechaba, la habitación estaba vacía... volvía a estar sola.

Mientras regresaba a su cuarto, Kari notó que su corazón se iba llenando de una desapacible inquietud. Ahora más que nunca temía por la seguridad de Gatomon y se desesperaba por su incapacidad para hacer algo al respecto. Estaba atrapada en el mundo real, ya no había puertas mágicas que pudieran llevarla hasta su amiga.

Si al menos pudiera contárselo a Tai... pensó. Al instante se sintió una tonta por pensar eso, ¿acaso acudir asustada a su hermano mayor solucionaría algo? ¡Si él tampoco podía hacer nada! Era una estúpida costumbre que tenía desde niña y de la que quería librarse, pero a veces cuesta dejar ciertas cosas en el pasado.

En el pasillo había un espejo que reflejó un rayo de luna proveniente del ventanal del salón, justo cuando ella pasaba por delante y que la hizo detenerse un segundo. Entonces, se encontró cara a cara con su imagen en la superficie reflectante y le pareció ver en su rostro a esa niña asustada de ocho años que había sido una vez, con aterradora claridad. Tanto así que tuvo que bajar los ojos.

Apretó los labios y con las manos un tanto temblorosas, se deshizo el moño que sostenía su cabello recogido. Los mechones cayeron, salvajes y desordenados alrededor de su rostro pálido y brillante; al verse ahora se sintió un poco mejor. La imagen de su yo niña se alejó... vaya, quizás esa era la razón por la cual se negaba a cortárselo. Un rostro más adulto y con el ceño fruncido le devolvió la mirada.

—Ya no soy esa niña —se dijo con un tono de voz firme y que no vaciló.

No obstante, como si necesitara asegurarse, Kari bajó los ojos por su cuerpo observando su mayor altura y tiró de la tela del pijama de forma que este se pegó a su cuerpo dibujando las curvas que ahora formaban su figura.

Volvió a mirarse el rostro y comprobó que la niña había desaparecido definitivamente. Suspiró una vez más. Estaba demasiado alterada como para volver a quedarse dormida. En lugar de regresar a su dormitorio y puesto que tenía la casa para ella sola, siguió el rastro plateado de la luna hasta el salón y se acomodó en el sofá que daba al ventanal.

La luna brillaba enorme en el cielo. Podía verla a través de la gran noria de Odaiba; un círculo perfecto dentro de otro de metal azulado. Era bastante hermoso el modo en que la luz se desparramaba por los bordes de la noria como un resplandor mágico. Cuanto más lo miraba, más sentía que su cuerpo y su mente empezaban a relajarse; una relajante sensación de paz intentaba penetrar en ella.

Despegó los ojos de la luna solo para mirar una vez más su dispositivo; ahora sí brillaba, pero solo porque atrapaba los rayos de luz plateados.

—Gatomon —susurró. Y en ese silencio, su propia voz la reconfortó—. Me pregunto si tú también puedes ver la luna... allá donde estés.

Reencuentro (Takari)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora