10. TK

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Curiosamente, a no más de unas pocas manzanas de distancia, TK estaba en su habitación y tampoco era capaz de quedarse dormido. Así que, si Kari le hubiese llamado, no le habría despertado.

Se había puesto unos enormes cascos con música que acallaban los gritos que, como bombas explosivas, estaban destruyendo el silencio y la paz de su hogar. Algunos eran tan fuertes que los oía incluso a pesar de la música, pero hacía como que no. Seguía con los ojos clavados en su cuaderno mientras intentaba resolver un problema de matemáticas. Los números, por desgracia, se le amontonaban en las esquinas de la página y le parecía muchísimo más entretenido el movimiento del lápiz al golpear la hoja una y otra vez.

Cogió el teléfono y releyó el último mensaje de su hermano: Diles a papá y a mamá que volveré tarde. Hasta pronto. Ya era tarde... y Matt no había vuelto. TK lo comprendía, él también pasaba todo el tiempo posible fuera de casa, pero era aún demasiado pequeño para que le dejaran quedarse fuera toda la noche.

Se frotó los ojos y apartándose de la mesa, echó una mirada circular al resto del cuarto. Aún faltaban cosas por ordenar, incluso le quedaba alguna caja que desembalar pero iba pareciendo su cuarto de verdad. ¿Le daría tiempo a colocarlo todo antes de...? Se puso en pie apartando la silla de ruedas con la cadera y se estiró todo lo posible. Después se encaminó hacia la ventana y miró fuera.

Su nueva casa estaba ubicada en uno de esos edificios enormes y altísimos, llenos de ventanas, puertas, balcones. Lo mirara por donde lo mirara a TK le parecía un enorme trozo de queso gruyere, solo que de piedra. Y toda la gente que vivía en esas casas estarían, seguramente, profundamente dormidas; sus respiraciones se acompasarían a un mismo ritmo, como si fuera el edificio el que respiraba. Inflándose en un único y estremecedor resuello y después agotándose en una respiración que se arrastraría por el aire.

El chico era consciente, de algún modo, de ese fenómeno y también de que él y su hogar no formaban parte de tal armonía. No había silencio, solo gritos y reproches que ya deberían haber desaparecido.

Empezaba a sentirse realmente mal, demasiado como para ignorarlo. Notaba que un gélido malestar se iba apoderando de él, algo que era distinto a la pena o la culpa; era otra cosa, era... decepción. Ya no sabía que hacer o qué esperar... y se dio cuenta.

Estoy perdiendo la esperanza de que las cosas vayan a ir a mejor.

Perder la fe nunca era bueno, y mucho menos en él. Pero, ¿podía hacer algo más que soportar las discusiones en silencio y apartado? ¡No, no debía meterse en eso! Se lo había advertido Matt... y eso era lo que él también hacía. Por eso no estaba allí con él. Por eso TK estaba solo.

Sobre la luna vio una sombra moverse, un solitario murciélago que batía sus alas con una gracia que le hizo recordar otra vez a Patamon, el único que jamás le habría dejado solo.

—Patamon... a ti no te habría gustado saber que estoy perdiendo la esperanza —murmuró, imaginándose su imagen reflejada en el cristal—. Ni tampoco me lo habrías permitido.

La sombra en la luna se deshizo, pero algo mucho más cercano titiló frente a él (quizás una farola) y formó un destello extraño frente a sus ojos que, no supo por qué, le sugirió otra cosa.

—¿Kari? —se le escapó al sentir un pinchazo en el corazón.

No había vuelto a pensar en ella en todo el día, aunque por supuesto seguía sospechando que a la chica le ocurría algo. Incluso le había parecido que ella también intentaba acercarse a él, de nuevo. Por un instante, en el aula, se habían mirado como antes... pero había pasado tan rápido, que no sabía qué creer. ¿Era el muro, que se tambaleaba? ¿Eso era también lo que no le dejaba conciliar el sueño? Si Davis no se hubiera metido por medio, él podría...

¿Por qué parecía que ese chico se pegaba a Kari más que nunca? ¡No la dejaba ni a sol ni a sombra! Y ahora era realmente molesto... Davis se comportaba como si fuera el guardián de Kari, como si ella le perteneciera, ¡era una locura! Y no dejaba que nadie más se le acercara.

Pero TK sentía, aun sin saber que debía decirle ni por qué, que necesitaba hablar con ella a solas de... de... de... algo. Tal vez lo descubriría cuando la tuviera delante y empezara a hablar pero, ¿cuándo llegaría ese momento?

Todavía tenía el móvil en la mano y su dispositivo sagrado relucía a luz del flexo del escritorio. Abrió la tapa del teléfono y buscó el número de Kari, justo cuando iba a pulsar el botón de llamada, algo le detuvo en seco.

—Es muy tarde —se dijo. No. No era el momento de llamar e importunar a nadie solo por esos extraños pensamientos que se le ocurrían últimamente. No tenía derecho a molestar a su amiga con esas cosas—. Además, seguramente Kari ya estará dormida.

No lo estaba, pero él no podía saberlo.

Reencuentro (Takari)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora