15. Kari

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Esta vez no había oscuridad. El sol brillaba, la brisa era fresca cuando atravesaba los dulces rayos de luz que bajaban del cielo y Kari oía un constante y delicioso trino de pájaros que surgía por todas partes.

Se encontraba en una lugar desconocido, pero no sentía ningún miedo porque todo lo que veía a su alrededor era precioso; demasiado bonito como para que pudiera surgir algún tipo de mal allí.

Era una hermosa ciudad de colores, llena de bonitos dibujos y caras sonrientes. Olía a verano y a felicidad, y en ese lugar, tenían el olor de los polvos de talco mezclado con el de las gominolas que Kari tomaba de pequeña. El trino de los pájaros era acompañado por un suave arrullo de susurros infantiles y sonidos de sonajero. El suelo era blandito, el aire cálido... todo era tan maravilloso y sin embargo...

¿Por qué estoy aquí... tan sola? Se preguntó de pronto. Si estaba allí sería por algo. Debía haber alguna razón por la cual había aparecido en ese lugar; tenía algo que hacer allí... pero no sabía qué. Y no es que la molestara estar sola en un lugar tan bello y adorable como aquel; sin embargo, ¿cómo sabría lo que tenía que hacer si nadie acudía a explicarle cuál era su misión allí?

Qué extraño... meditó llevándose las manos a la espalda y sin saber a dónde ir.

—¡Kari! —la llamó una voz alegre y familiar.

Ella se volvió justo cuando un niño de unos ocho años, rubio y con una adorable sonrisa en su cara llegaba hasta ella.

—¡TK! —exclamó ella sorprendida por verle—. ¡Anda, tú también estás aquí!

—Te estaba buscando, Kari.

—¿A mí? ¿Por qué?

—¡He visto los digihuevos! ¡Hay cientos de ellos!

Kari arrugó la nariz.

—¿Digihuevos? —repitió confusa. La palabra le resultaba familiar pero no sabía lo que era.

—¡Hay un campo lleno! Como un enorme campo de flores pero repleto de digihuevos —le describió el niño con gran entusiasmo. Los ojos le brillaban inmensamente azules y el chorro de voz con que hablaba era como el de una campana doblando una y otra vez. No paraba de sonreír y mover las manos, así que la niña se acabó entusiasmando también solo con oírle, aún sin saber todavía de lo que hablaban—. ¡Tenemos que ir con ellos, Kari! ¡Y ayudarles a nacer!

—¿Y cómo haremos eso?

—¡Es muy fácil! Yo te enseñaré —le aseguró. La cogió de una mano y la condujo a través de esa ciudad en un ligero trote, así como hacen los niños.

Kari le siguió con curiosidad hasta que llegaron a un enorme prado plagado de enormes huevos de colores. ¿Cientos? ¡Había miles! Apiñados por todas partes, en cada rincón. Era un mar de digihuevos. Todos reposaban cómodamente sobre ese suelo de dibujos y tan blandito.

TK la soltó, emocionado y echó a correr entre ellos, riendo muy contento. Kari se quedó quieta observando como los digihuevos caían desde el cielo, como una hermosa lluvia de verano.

Entonces, su amigo regresó trayendo en sus brazos un digihuevo naranja decorado con franjas moradas.

—Mira, Kari. Lo único que te tienes que hacer el frotar el digihuevo con la mano y el bebé nacerá —le explicó con gran sencillez.

—¿Frotar?

—Así —le indicó y empezó a pasar la mano de arriba abajo por la cáscara del huevo con gran suavidad. Kari le observó, muy interesada y los dos niños se sonrieron, encantados—. Prueba tú.

Reencuentro (Takari)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora