19. Kari

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Kari eligió de entre todos sus pijamas el que parecía menos viejo y desgastado. Era blanco y rosa, un poco infantil, pero nunca se había preocupado demasiado por la pinta de sus pijamas hasta ese momento, cuando tras enfundárselo se miró en el espejo de su habitación. Le pareció que tenía buen aspecto; el pijama estaba impecable, el pelo le caía suelto y sedoso sobre los hombros y su rostro ya no estaba tan pálido, ni demacrado como unas horas atrás.

No obstante, no resultó ser tan buena idea lo del pijama, porque al ponérselo mandó una señal equivocada a su cerebro. Al sentir el tacto cálido y mullido de la tela, empezó a sentir muchísimo sueño. Tanto así, que cuando quiso darse cuenta se había sentado en el borde de la cama y una de sus manos rozaba la almohada delicadamente.

El sol se ocultaba por el otro lado de aquel enorme edificio, así que el cuarto empezaba a llenarse de sombras que hacían un baile adormecedor frente a sus ojos que le picaron ferozmente. Y no solo ellos, su cuerpo entero temblaba, agotado y se agitó perezosamente en un interminable bostezo que la pilló desprevenida.

¡No! Pensó, sacudiendo la cabeza con violencia. Se obligó a ponerse en pie mientras se frotaba los ojos con el dorso de la mano. No es justo.

Todos aquellos días había estado volviendo a una casa vacía y silenciosa donde nadie la habría molestado de haberse echado a dormir hasta el día siguiente. Y por mucho sueño que tuviera, jamás lo había conseguido. Pero justamente el día en que había encontrado a alguien que quería estar con ella, le entraba ese terrible sueño. ¡Casi ni lograba mantener los ojos abiertos y sin parpadear más de cinco segundos seguidos!

Disimula, Kari se exhortó a sí misma. Si TK la veía tan adormecida insistiría en irse para dejarla descansar. ¿Qué sería lo que la doctora le habría dicho para que estuviera tan preocupado? ¡Y más! Tal y como le salían las cosas, seguro que en cuanto el chico se fuera, se espabilaría y pasaría otra horrible noche en vela.

Caminó nerviosamente por su pequeña habitación intentando despejarse y al pasar demasiado cerca del escritorio, se golpeó la cadera con un pico y tiró al suelo un álbum que asomaba en el borde.

—Genial —murmuró, frotándose el rostro. Ya no podía ni controlar su cuerpo.

La noche anterior había estado mirando las fotografías del álbum en un intento de conciliar el sueño. Era donde tenía todas sus fotografías favoritas y por eso había hecho ese ruido terrible al caer; las dimensiones que había adquirido el libro eran descomunales. Tai no dejaba de repetirle que algún día la encuadernación no podría soportar el peso y estallaría.

Se había abierto por el centro y algunas de las páginas se doblaban contra el suelo, así que Kari se inclinó rápidamente para recogerlo. Tan deprisa que los ojos se le llenaron de puntitos de colores al bajar la cabeza. ¡Cielos, cómo pesaba! Nunca le había resultado tan pesado.

—¿Kari? —la voz de TK sonó a través de la puerta cerrada—. ¿Está bien? He oído un ruido bastante fuerte.

La chica fue hacia la puerta cargando con el álbum y llegó a notar incluso que su cuerpo se inclinaba, como una flor barrida por el viento hacia el lado del brazo con que lo sostenía.

—No me he desvanecido, tranquilo —le dijo a su amigo, abriendo la puerta—. Solo se me ha caído esto.

TK alzó las cejas, impresionado.

—¡Vaya! Es un libro enorme...

—Es mi álbum de fotos —le explicó ella, al tiempo que se le ocurría una idea genial—. ¡Ven a sentarte conmigo! Hay unas fotos que te quiero enseñar.

Reencuentro (Takari)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora