25. El juicio

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     Era la tarde del quince de febrero del dos mil dieciséis. La nieve ya comenzaba a derretirse a raíz de las temperaturas que oscilaban a los trece y quince grados. El invierno finalizaba para darle comienzo a la primavera, y yo... me encontraba sentado frente a un juzgado esperando a que la corte se dispusiera a dictar mi sentencia. La que cargaría por el resto de mis venideros años.

A pesar de ya no haber tanto frío en la atmósfera como lo había hecho anteriormente, por dentro yo me sentía tan gélido como un glacial en el océano Ártico, como si toda la felicidad que alguna vez hubiese existido dentro de mí se hubiese evaporado. El lugar tampoco ayudaba a relajarme.

Me encontraba sentado en el podio; lugar por el cual habían pasado las personas vinculadas al caso, mi caso. Ya había sido mi turno de hablar, pero al finalizar estuve cien por ciento seguro que la jueza Catheline Williams, ubicada a mi derecha sobre el pedestal más alto, no le había agradado nada de mi confesión... Por primera vez, me sentía ansioso.

     Mi juicio no había sido programado sino hasta los primeros días del mes de marzo, según lo quedado en la estación Metropolitana, pero Edward se las había arreglado para adelantarlo y conseguir su «oh, tan preciada venganza».

     Muchas veces había sonreído ante el último recuerdo que las montañas de Hem Heath me habían dejado, sobre todo el de las grandes cantidades de roja sangre manchando la pálida nieve en su camino, pero solo eso.

     Luego de que Alex, la mano derecha de Wadlow, me propinase un golpe en la parte trasera de la cabeza con su arma solo pude recordar cómo me desplomaba hacia la nieve incontinente, justo como Anne, pero a diferencia de ella, yo seguía vivo.

     Mil veces idiota, me había dicho en ciertas ocasiones, al a verme confiado pensando que Wadlow no había llevado al menos uno o dos refuerzos. Mil veces idiota por no prestar atención con velocidad. Mil veces idiota por permitir que alejasen a Elena de mis brazos.

     Durante mi tranquila estadía en la comisaría, muchos habían sido los oficiales que deambulaban de un lado a otro para pillarme el rostro, o murmurar sobre el asesino psicópata que Stanlee Wadlow había capturado... Como si se tratase de una celebridad. Mi caso había aparecido en una que otra prensa local, incluso en el noticiero de la mañana del día jueves. Londres sabía mi nombre, y tal vez sería difícil para algunos olvidarlo. Eso me agradaba.

     Durante mi estadía con los oficiales, muchos de ellos me preguntaban ¿por qué Elena? ¿De dónde había nacido mi obsesión?

     Los distintos psicólogos con los que me había tratado a lo largo de los años habían alegado que mi «obsesión» se derivaba a distintos sucesos traumáticos de mi infancia como lo eran los abusos provenientes de parte de mi padre. Por otro lado, los oficiales simplemente pensaban que era un maldito depravado que estaba consciente de lo que hacía sin necesidad de interponer mi pasado en los hechos.

     Pero... ¿Estaban ellos en lo correcto? O ¿acaso era yo el único que podía notar la belleza excepcional que ella emanaba con cada simple movimiento que hacía? ¿Acaso no entendía que me había enamorado de ella desde el primer momento? Pese a no saber muy bien lo que era el amor.

     Una línea muy delgada es lo que divide al amor de la obsesión, tal vez las personas en su cotidianidad no logran notarlo, pero realmente cada persona o cosa que dicen amar no es sino un una excusa para ocultar lo que verdaderamente es: una obsesión... Una droga o anestesia.

     A diferencia del resto, yo sí lo sabía. Y cada una de esas personas en el jurado se equivocaba. Yo no estaba obsesionado, claro que no, yo no era como el resto. Solo estaba perdidamente enamorado de mi dulce pequeña.

DEREK © #1 [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora