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El sonido de los camiones y del tráfico acelerado les llegó de pronto tras doblar en una esquina. De forma instintiva, sus risas callaron y Rebecca, estremecida, lo asió más del brazo. Ambos eran conscientes de las historias que se contaban sobre ese trayecto carretero.

Alabama era una localidad en crecimiento, estaba ubicada a medio camino de una interestatal que iba de Nueva Orleans hasta la capital de Virginia. No era de forma estricta un pueblo, ya que era del doble del tamaño de uno, pero tampoco era lo suficientemente grande para ser una ciudad. El paso de camiones y conductores, sumado a su punto intermedio, de las orillas de Luisiana, lo hacían perfecto para ciertos negocios de paso. La mayoría de ellos restaurantes u hoteles con un enorme estacionamiento. Casi todos estos estaban a orilla de carretera, la cual consistía de ocho carriles. En esa Gran Avenida, como se le llegaba a conocer, estaba el negocio de Louis Randall, un anciano que había vivido toda su vida en Alabama y que acogió a Sophie cuando llegó embarazada y con solo una maleta como propiedad.

Los chicos avanzaron por la acera, sintiendo como el suelo se cimbraba cuando las enormes masas con ruedas avanzaban junto a ellos como si fueran balas expulsadas de un revolver. Michael pasó a Rebecca al lado interior, en un gesto de caballerosa protección. Ella reaccionó tomándolo de la mano. El contacto suave y cálido lo estremeció un poco, pero le fascinó. No era algo especialmente romántico, era más bien como un sello de confianza, una conexión hablada en silencio. Caminaron paralelo a la carretera por dos calles, hasta llegar a un restaurant con dos enormes ventanales y unas carpas puestas para cubrir del sol. Precavidos, se soltaron de la mano antes de llegar al campo de visión de sus respectivas madres.

Melissa, la madre de Rebecca y quien parecía una calca de su hija, pero con veinte años más, estaba en la barra, esperando a que Louis sirviera la orden que le había encomendado. Sophie, se encontraba en la puerta, contemplando con mirada seria hacia la carretera y sujetándose la cintura. Llevaba puesto el uniforme, el cual era de un color amarillo pastel con una cinta blanca en la cintura. Su mano izquierda acariciaba su mentón. Michael sabía que su madre fumaba antes de que él naciera, por lo que ese gesto era señal de que en ese momento ella extrañaba el efecto de la nicotina al introducirse en sus pulmones. Esto generó cierta alarma, ya que era algo que ella hacía solamente cuando estaba en exceso preocupada.

—Niños, que bueno verlos juntos otra vez. ¿Cómo les fue? —Inquirió en voz queda. Nunca la había escuchado empleando ese tono de voz, ¿Qué estaba pasando?

—Muy bien, señora Miller. Gracias. —Respondió Becca adelantándose. Le lanzó una mirada a Michael, quien apenas la notó, y entró al restaurant.

—¿Y a ti? —Cuestionó al ver la expresión de extrañeza de su hijo.

—Bien. —Dijo Michael con el ceño fruncido—. ¿Tú estás bien?

—Vaya, ¿Qué si estoy bien? Estoy perfectamente. —Exclamó su madre en el mismo tono de voz de antes—. Ahora ven, es hora de que comas.

Pero ella no estaba bien y Michael lo presentía. Recordaba todas las veces que había ido a La Noirriture. Sophie siempre lo esperaba en la banqueta, calculando el tiempo en el que iba a llegar. Cada que llegaba, ella lo abrazaba con efusividad, le llenaba la cara de besos y entre cosquillas le preguntaba el cómo le había ido. Ante esa inevitable pregunta, venía la inevitable mentira: bien. Así, una sola palabra solitaria y sin entrar en detalles extras que agregar. Y así estaba bien. Louis decía que las mentiras eran como un café preparado a ciegas. Si solo viertes el polvo del café, quedara medianamente bien, pero si intentas agregar azúcar o crema, en algún punto el café perderá consistencia, por lo que deberás agregar más, y si te pasas de amargo, tendrías que endulzarlo, siguiendo un patrón de nunca acabar. Por lo que esa palabra que tan poco valor tenía para él desde tiempo atrás, era la justa y la necesaria.

El Susurro del VientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora