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El pueblo como tal no parecía nada fuera de lo común, por lo que Alice comenzó a preguntarse si su esposo no se había equivocado al decidir pasar sus vacaciones de verano acampando en el bosque, y también, como un fantasma del pasado, se reprochó a sí misma de haberlo escuchado en esa tan loca idea. No obstante, era algo que no exteriorizaba, antes muerta que fallarle. Le debía tanto, en toda su vida no podría jamás saldar la deuda que con él había adquirido. Eso incluía soportar ese tipo de viajes hacia lugares donde los turistas eran una extraña especie de la que los lugareños jamás habían escuchado. Old Lake Hill, como él le había dicho que se llamaba el pueblo, era pequeño, aunque no tanto como otros donde antes habían estado, como cuando contemplaron auroras boreales en Little Rock, Wisconsin o como Rogville, Montana, donde visitaron unos extraños monolitos en las entrañas del bosque.

Era cierto que no se quejaba del todo de ese tipo de vacaciones, contemplaban hermosos paisajes que capturaban con su cámara, una nueva siempre en cada viaje. Scott estaba obstinado a ser director de cine, por ahora solo era sonidista, pero él decía que tocando las puertas necesarias podría llegar a cumplir su meta. Alice, por otra parte creía que su esposo no tenía madera de ser director. Con paciencia lo escuchaba cuando le contaba sus ideas, sus planes para tomas o cuando leía sus guiones en voz alta y actuándolos cuando estaban solos en su habitación. No le cabía duda de que Scott era un apasionado por el séptimo arte, pero también era un bruto respecto a ciertas materias.

De todos modos, solo podía pensarlo y jamás externarlo. No porque él lo pudiera reclamar, o porque no le dejara hacerlo. Era algo más profundo, más inexplicable. ¿Cómo reprocharle al hombre que había cumplido el sueño de tu vida? ¿Uno que todos decían que era solo una ilusión?

La puerta de la camioneta se abrió de repente. Scott depositó la Sony MovieCorder 8MM en el asiento de atrás con cuidado, pero no evitó despertar a su hija.

—¿Ya llegamos? —Preguntó ensimismada. Habían pasado dos horas desde que había hecho la misma pregunta, poco después de pasar por el último pueblo, el cual recibía el nombre de Stoupthom.

—Ya, pequeña. Duerme ahora. —Ordenó con ternura.

La lluvia impactaba contra el automóvil y el frio parecía colarse por cada rendija de la carrocería. Para ser verano, el ambiente estaba muy frio. Pero así eran las cosas en el norte, un frío siempre presente, tal como el eterno calor del sur.

—¡Conseguí posada, familia! —Exclamó con efusividad Scott, como si de repente hubiera olvidado que su hija dormitaba atrás. Alice comprendía porque la animosidad de su marido, una de las razones por las que había optado por ese modelo de camioneta en particular, era porque en la cajuela podía extender fácilmente una colchoneta y un cobertor, lo que les daba un lugar para quedarse por si al llegar a algún nuevo lugar corrían con la mala suerte de que no hubiera ningún hotel.

—Eso es genial, Scott. —Contestó ella con cierta monotonía, algo de lo que su esposo no se daba cuenta.

—Solo debo seguir ese auto y listo. —Exclamó seguro señalando un Chrysler de algunos años atrás. En medio de la lluvia y la noche pudo distinguir una sombra que se adentraba en el lugar del conductor. En ella se encendió una voz de alarma. ¿Qué quería decir con eso? Él siempre había sido muy confiado con la gente rural, tenía la idea de que al ser gente alejada del bullicio y lo acelerado de la ciudad, en sus corazones no debía haber hueco para la maldad. Pensamiento que ella, por supuesto, no compartía. La maldad era la maldad, una semilla intrínseca de la naturaleza humana, según Maquiavelo, no importaba el extracto social, siempre estaba presente por más alejado que se estuviera de ella. ¿Cómo se diferencia entre lo bueno y lo malo cuando no tienes antecedentes de cual es cual?

El Susurro del VientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora