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La sensación térmica a esas horas de la noche era de casi treinta grados centígrados. El aire era pesado y húmedo, lleno de moscos y tábanos. En la calle un gato maullaba sin cesar, en tono lastimero. Tal como una serenata a la depresión, otro gato se le sumó y después otro. A la distancia, un perro comenzó a ladrar con desesperación, quizá era el labrador de los Jones, no estaba del todo seguro. De lo que estaba seguro, era de que no podía dormir y eso le afectaba de sobremanera. El mal humor que comenzaba a sentir se extendería al día siguiente, y si Gerard le hacía otro comentario burlón en la escuela estaba seguro que podría golpearlo. Eso era algo que hacía tiempo quería hacer, pero su madre y Frank recomendaban que no lo hiciera. Frank era la pareja de su mamá desde hacía tres años, cuando él tenía nueve. Había sido un poco extraño, ya que se había acostumbrado a no tener una figura paterna, sin embargo, ahora que la tenía no podía quejarse. Frank era un camionero, y aunque casi nunca estaba en la casa, marcaba diariamente y charlaba con él durante una hora o más. El hombre se había ganado su lugar, vaya. Michael así se lo reconocía y agradecía. Tampoco es que tuviera mucho de que quejarse. Cuando Frank regresaba de algún viaje, los llevaba a vacacionar a Nueva Orleans o incluso a Florida, le compraba ropa y los juguetes de Star Wars que tanto le gustaban coleccionar. ¿Qué más podía pedirle? Bueno, había una cosa: que lo dejara golpear a Gerard Hunt.

Gerard era un compañero de clases, un año mayor que él. Compartían salón debido a que había reprobado un año, cosa que a Michael no sorprendía ni importaba, si fuera por él, Hunt ya habría reprobado otros dos años. Gerard era de esos chicos a los que le gustaban los coches rápidos por la TV, espiar a las niñas en los lavabos, y golpear a los más pequeños que él. A sus trece años, Hunt medía aproximadamente un metro con setenta y cinco centímetros. Michael no llegaba al uno con sesenta y dos. Pero estaba seguro que podía darle una buena friega si se lo proponía. Antes había tenido ya la oportunidad, cuando en una ocasión, se dirigía al lavabo de los hombres en plena hora escolar. La señora Fletcher le había dado permiso para ir al baño, no después de una llamada de atención con voz chillona. Michael había andado por los silenciosos pasillos de la escuela secundaria, pensando en cosas sin importancia, cuando sintió dos manos que lo empujaban contra los casilleros, su nariz se dobló junto con el flanco izquierdo de su cara, la protesta metálica no se hizo esperar. Siguiendo al dolor que experimentó en la mejilla izquierda, una carcajada le taladró los oídos. Michael al voltear se topó con Gerard, quien tenía una sonrisa amarilla de oreja a oreja. Viéndolo hacia arriba parecía más como una versión superrealista de Elmer J. Fudd, de los Looney Toones.

—Oye, Miller, debes cuidar por donde caminas. —Exclamó carcajeándose, como si hubiera sido el mejor chiste de la historia. Posteriormente, siguió su pesado andar en los pasillos de la escuela, buscando a otra persona que golpear. Esa había sido la oportunidad que había estado esperando, ponerle fin a los abusos de ese gamberro, pero en vez de eso, se quedó ahí, congelado y con los puños tan apretados que las uñas comenzaron a provocarle cortes en su piel.

Pensaba en ello cuando la ventana tronó. Fue como si aventaran una piedra pequeña directo al cristal. Michael hizo caso omiso del ruido en su ventana, por el calor era normal que la madera del marco crujiera o se ensanchara. Siguió observando el techo, donde entre el vacío blanco que simulaba el espacio sideral, varias estrellas fosforescentes descansaban, observando hacia abajo, emanando su halo espectral.

Michael dejó de lado los recuerdos de la escuela y comenzó a recordar que cuando era más chico, el color verdoso que resplandecía de esas estrellas le hacía recordar a los fantasmas de Ghostbusters, por lo que le gustaba imaginarse que él era un miembro más del escuadrón cazafantasmas y cada noche capturaba nuevos entes que provocaban destrozos. Sin embargo, con el lento paso de los años cuando se es niño, Michael fue dejando poco a poco las fantasías infantiles. Dejó de imaginar que era un vigilante del mundo sobrenatural y comenzó a pensar en cómo sería besar a Sigourney Weaver o mejor, se preguntaba que se sentiría besar a Rebecca. Su vecina y compañera de clase, hija de una de las amigas íntimas de su madre. Bajo el amparo del manto nocturno, había pasado noches en vela pensando en el pelo rubio de la chica que se sentaba tres hileras delante de él, dos filas a la derecha. Recordaba cómo se sonrojaba cuando alguien le hacía un cumplido y los hoyuelos que se enmarcaban a cada lado de sus labios color rosa. Soñaba también con el día en el que podría por fin acariciar sus mejillas, de pómulos pequeños y con unas cuantas pecas. Trataba de imaginar en cómo reaccionaría ella al tacto, en cómo se agitaría su respiración y la forma en la que podía estremecerse cuando posara sus dedos en su mentón. Cuando se daba cuenta, Michael estaba tan inmerso en la fantasía que su corazón se desbocaba, su respiración adquiría un agitado ritmo y ciertas cosquillas apretaban su bóxer. Claro que todos estos pensamientos y los que seguían, acompañados de ciertos frotamientos con la palma abierta en su miembro erecto, lo llegaban a avergonzar. Su madre decía muy a menudo que Dios podía leer todos los pensamientos, así como ver todo, entonces ¿Qué diría Él? Sin duda lo reprimiría, pero si algo sabía Michael, era que Dios nunca le había hablado

Aun así, cuando se encontraba de frente a Rebecca, al sentir su mirada color verde, Michael bajaba la vista de forma instintiva. Sintiendo que esos ojos eran como dos faros que escudriñaban en sus más bajos pensamientos. Nada más lejos de la realidad.

Esa noche, Michael dejó de pensar en Gerard y en todo lo que lo odiaba. Con fervor religioso, comenzó a pensar en Rebecca. Como cada noche, calculó las posibilidades de terminar a su lado, compartiendo su amor. Sin embargo, estas bajaban día con día que él no se atrevía a hablarle de sentimientos. No lo ignoraba, de hecho, no lo ignoraba en absoluto, como suele pasar en las trágicas historias de amores adolescentes, no obstante, Michael no se atrevía a entablar una relación siquiera de amistad. Ambos habían crecido juntos, por un momento, jugaban del diario con todos los chicos del barrio, pero eso había cambiado cuando Michael se dio cuenta de las curvas que comenzaban a tornearse en el cuerpo pre adolescente de Rebecca. Hablarle ahora, que ya no veía en ella la inocencia de la infancia, era un sentimiento que lo quemaba y le hacía balbucear por los nervios. Lo mejor era también lo más doloroso, y esto consistía en no hablarle y evitar el camino que ella usaba para volver a casa después de la escuela.

La excitación había pasado de pronto, en su lugar, la soledad se acrecentó alrededor de él, dándole una sensación de vacío. La tristeza lo visitó, tal como La Muerte al Príncipe Prospero en el cuento de Poe.

Pero no fue lo único que estuvo con él esa noche.

El ruido sonó de forma paralela a su cama. La pared de ahí era hueca, la tubería del desagüe la recorría como si fuera una arteria. Michael sabía que algunas ratas se trasladaban por las tuberías, intentando buscar una salida. Su oído se agudizó, ya que sabía que aun con la explicación que su madre daba a los ruidos de la casa, no todos eran provocados por ratas. El silencio no era total, afuera los gatos cantaban y varios perros protestaban. Algunos carros pasaban zumbando, como abejas gigantes, en la Interestatal que se ubicaba a siete cuadras. En la habitación que se encontraba del otro lado del corredor, un ventilador ronroneaba.

En las tuberías, un repiqueteo se extendía en un viaje de ida y vuelta. Era como si la rata tuviera entre sus dientes un juego de llaves que rebotaban contra el metal. Conocía bien ese sonido, pero trató de ignorarlo. Si lo ignoraba, por lo regular se iba.

Consultó su reloj, la luz verde indicó que eran las doce de la madrugada con cuarenta y cinco minutos. Su madre debía de estar en el quinto sueño, tal y como casi todos los vecinos. El ruido poco a poco se disipaba, eso era buena señal. Michael no sabía que era lo que provocaba esos ruidos, pero se había dado cuenta de que a mayor atención, mayor era el sonido. No tenía idea en qué consistía, pero temía que estaba relacionado de alguna manera con la voz de anciana que lo despertaba entre sueños, o con las cosas que cambiaban de lugar en su casa. En ocasiones había visto sombras moverse detrás de él o escuchado una respiración aparte de la suya, más grave, muy profunda, una inhalación larga, una exhalación ajena. Esto ocasionaba que se sintiera receloso al entrar a una habitación cerrada y a oscuras o cuando tenía que quedarse solo. Pero estaba creciendo, y con ello, todas las fantasías infantiles de demonios o fantasmas tenían que esfumarse, pues nada de ello era real ¿o sí?

Se acomodó, arropándose con la delgada sabana. Si comenzaba a pensar en ese tipo de cosas, tendría pesadillas. Michael comprendía que los miedos de la infancia son lo único de ella que se queda contigo. Empezaba a amodorrarse cuando una vaga sensación lo hizo maldecir. Su vejiga, la cual durante las horas previas de insomne actividad no le había dado señales de existencia, ahora se empezaba a relajar.

—Me lleva la —Comenzó a mascullar sin terminar la expresión. Trataba de maldecir lo menos posible. Esto debido a que una vez que su madre lo escuchó, recibió un castigo que le duró dos semanas. Se incorporó despacio, buscando sus pantuflas en la oscuridad, tanteando el suelo con sus pies. Después de algunos nerviosos segundos, pudo enfundarse el calzado. Sin darse cuenta, su respiración se había acelerado.

Se encaminó al baño. Los ruidos en la tubería volvieron a comenzar en intensidad.

El Susurro del VientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora