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Dieron de alta a su madre el 30 de junio de 1992, después de un mes sin haberla visto. El impacto de esa visión fue brutal, tal como un hombre atrapado en un cuarto oscuro y que al ver la luz es prácticamente impactado por ella, así fue como Michael reaccionó al ver en lo que su madre se había convertido: su piel, que otrora estaba siempre firme y humectada, ahora parecía el lienzo viejo de un papel de china, el tono de esta se había decolorado, pasando de un bronceado a un amarillo infecto. La piel estaba pegada al hueso, y adquiría esas formas caprichosas del sistema óseo en las conexiones de los hombros y los codos. Era como si a su madre le hubieran quitado la piel y le hubieran colocado una de anciana. En algunos puntos, donde el vello capilar se había caído, tal como las hojas en el otoño, algunas manchas negras de moretones eran visibles. Los ojos se le habían hundido en su cara y habían perdido cierta expresión, los labios estaban siempre resecos, tanto que tenían costras de sangre y eran como dos líneas sin color. El pelo negro y abundante en matas rizadas ahora era un lacio ente ralo y quebradizo.

Por un momento estuvo a punto de gritar de horror, de decir con toda la fuerza de sus pulmones que su madre no podía ser esa persona que estaba delante de él, ese espectro encaramado en la silla de ruedas. Ese ser que lanzaba una expresión de dolor cuando una llanta hacía que el vehículo saltase. Por ciertos instantes, los cuales duraron varios siglos, su mente casi se quiebra, tal y como una barra de hielo a la que le cae mucho peso. Pero, también, en ese brevísimo momento de locura y dolor, en donde pudo respirar muy bien el olor dulzón y empalagoso de la muerte, reconoció en los ojos hundidos un atisbo conocido, un rayo especial de fuerza eléctrica. Reconocería esa mirada y esa sonrisa ahora desvaída, en donde fuera, incluso en un páramo oscuro y con los ojos vendados. ¿Cómo no hacerlo? Era la misma que siempre había visto; cuando aprendió a leer, a contar y a dibujar. La que lo calmaba por las noches, mientras masajeaba su espalda y le contaba un cuento, donde los dinosaurios del Valle Encantado eran los protagonistas de aventuras fantásticas. La mirada era sin duda, y podría jurarlo ante un pelotón de fusilamiento sin temor a equivocarse, de la persona que lo había llevado incontables veces al cine para ver Star Wars en sus reestrenos o la que le tapaba los ojos cuando Terminator iba por Sarah Connor. Quien le preparaba su comida favorita, o lo regañaba cuando no dejaba la ropa sucia en el cesto indicado. La propietaria de esa mirada lo había cuidado como nadie en el mundo haría jamás, y con un amor tan increíble que parecía locura.

Era ella. Era su madre.

El dolor se clavó en su pecho y en su garganta, era como si de pronto, algo se hubiera atorado por su laringe y su esófago, impidiéndole hablar con claridad. Temió que cuando le dijera algo, su voz se quebrara y sumergiera más a su madre en la depresión que se encontraba. Ha como pudo, sintiendo que con cada movimiento, por más pequeño e insignificante que este fuera, se le clavaba algo en sus intestinos, sonrió con naturalidad.

—¡Te ves fatal! ¿Hace cuánto que no te bañas, mujer? —Le dijo sin pensar. Las palabras salieron de su boca antes de que su mente las procesara. Sin embargo, tuvieron el efecto adecuado.

—Dame dos días para que te ponga en regla. —Dijo Sophie en voz baja mientras sonreía—. Ese pelo tuyo no me gusta, una vez pueda pararme, te lo cortaré al estilo del Tío Lucas. —Frank estalló en carcajadas al escuchar el final del comentario, respiraba aliviado. No obstante, en el contorno de sus ojos y en su pelo se podían ver los signos de un envejecimiento prematuro debido a la preocupación y al cansancio. Le lanzó una mirada rápida a su hijastro, quien se la devolvió de forma fugaz. Ambos asintieron y se encaminaron hacia la salida. Michael se quedó a la derecha de la silla de ruedas que empujaba Frank, charlando con su madre y contándole como le había ido en la escuela. Sophie asentía y sonreía, a veces haciendo muecas de dolor cuando el movimiento de la silla era muy violento.

—Si la están dando de alta es porque está mejorando y va a mejorar todavía más. — Pensaba Michael, sintiendo como un peso abandonaba sus hombros, como sus pulmones respiraban con algo de normalidad y serenidad, algo que no había sentido en mucho tiempo.

Salieron al exterior y respiraron el aire fresco del verano. Unas nubes tamborileaban a la distancia, indicando que una lluvia podía acontecer de un momento a otro, como para confirmarlo, el sol parecía tragado por las nubes. Frank condujo la silla de ruedas por las rampas de acceso hasta llegar al estacionamiento, donde una minivan Chrysler los estaba esperando. Michael ayudó a sentar a su madre en el asiento del copiloto, aunque tuvo la impresión de que Frank le había pedido ayuda porque temía que ella se rompiese de un momento a otro.

Cuando por fin estuvieron los tres en la camioneta, poniendo canciones en volumen bajo y contando todas las cosas que ella se había perdido, Michael volvió a experimentar un episodio breve de felicidad. En esos momentos eran como antes, cuando la enfermedad era solo algo que salía en televisión o revistas, cuando estaba harto de los regaños que más tarde ansiaría o de las discusiones verbales que luego llegaba a sostener con su madre respecto a la música o ropa que quería escuchar. Michael, quien iba en la parte trasera, aprovechó una luz de stop para reincorporarse, acercarse a su madre y besarle su mejilla. Ella sonrió de forma amplia cuando sintió el contacto, posteriormente, cerró los ojos y se quedó dormida, con una respiración grave y regular.

Frank lo observó por el espejo con unos ojos tristes y cansados. Michael desvió la mirada hacia la calle. El viento zumbaba con cierta violencia, arrancando ropa de tendederos y bolsas mal puestas. Algunas gotas gruesas impactaron contra la ventana.

No solo porque las personas mejoren las dan de alta a veces es lo contrario. Yo lo sé y él también. Pensó.

La felicidad dio paso a la tristeza nuevamente. La camioneta volvió a avanzar despacio, con el motor ronroneando. En el cielo, tal como un mal augurio, un trueno retumbó a la distancia.

El Susurro del VientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora