Alrededor de él se escuchaba el sonido mecánico de los bolígrafos contra el papel, a veces interrumpido por algún suspiro o el susurro intrínseco de una lectura. Delante de él, a un par de hileras y dando tres pasos, estaba el reloj circular que les mostraba sin piedad que les quedaban apenas diez minutos para acabar. Marge Fletcher, su maestra, había comenzado el examen a las once de la mañana con diez minutos, dándoles solo una hora para concluir. Cuando el medidor de tiempo timbró, indicando que eran las doce de la tarde, la mayoría de la clase lanzó una silenciosa exclamación de desesperación y uno que otro alumno, de auténtico terror.
Michael no fue uno de ellos.
Estaba sentado apenas tres hileras delante del pizarrón, una menos de como acostumbraba. Sin embargo, no estaba ahí. Se encontraba lejos, ensimismado en lo que había ocurrido esa noche de hacía seis meses. Recordaba poco, pero aun con eso, no podía evitar temblar de miedo cuando su mente recreaba la voz de la anciana. Su brazo tentacular, y su cara inexpresiva. Antes de eso, no podía saber si había estado dormido o despierto, es más, tampoco sabía si cuando había visto a esa cosa entrar a su cuarto no seguía en medio de esa pesadilla. Lo dudaba, por más que quisiera convencerse no lograba hacerlo, su mente racional se negaba a aceptar esa explicación que se mostraba muy sencilla.
Esa noche se había ido a acostar con una playera de Robin Hood, que su madre le había regalado cuando tenía diez años. También se había puesto unos shorts, esto debido a que ese día había sido especialmente caluroso. Después de lo que había experimentado, de haber visto a esa chica correr por la nieve y de que esa cosa irrumpiera en su habitación, la oscuridad acaeció sobre él. Despertó con un sobresalto, ahora con su pijama de veleros, la cual era de una tela blanca y delgada, también útil contra el calor. Rayos de sol matinal se filtraban por su ventana sin cortinas. Michael, saltó de su cama al suelo, esperando con ansiedad el que unas manos con garras en forma de garfio se le cerraran en los tobillos. Salió de su habitación casi corriendo y fue cuando la voz de su madre lo llamó desde la planta baja.
—Si ya estas levantado, baja a desayunar. —Le había dicho con su voz característica de esos días; somnolienta pero activa, firme pero amorosa.
Michael así lo hizo, el desayuno estaba servido en la mesa. Cuando vio los hot cakes con la miel derramándose por los bordes y la fruta fresca picada junto al vaso de jugo de naranja, su estómago crujió y su apetito se abrió, algo que unos momentos atrás parecía imposible. En la cocina, su madre freía unos huevos. Llevaba aún puesto el pijama, su pelo, de un color oscuro y de muchos rizos, estaba desordenado. Tal como si sus rizos fueran las serpientes de la medusa.
—¿No fuiste a trabajar hoy? —Preguntó Michael.
—No, pedí el día libre. ¿Dormiste bien? —Le sonrió desde donde estaba. Michael asintió con la cabeza mientras se sentaba en la mesa y tomaba un pastel. Reparó entonces en el aspecto de su madre, a pesar de su piel canela, las ojeras enmarcaban sus ojos, tal y como pintura de guerra. Aun así, cuando sonrió el aura que irradiaba su madre fue casi visible. La tranquilidad que transmitía parecía hacerlo olvidar lo que había sucedido la noche anterior, y ese bálsamo lograba repetir ese efecto día con día durante los últimos meses. Pero Michael, muy en el fondo de su ser, no quería olvidar y mientras más pasaba el tiempo, mientras los recuerdos parecían difuminarse en una marea que crecía y crecía, más se convencía de que todo había pasado en la realidad. Aceptaba por fin que el inmundo ser, cuya forma era indefinible, que lo visitó esa noche, o que había estado en otro lugar del país donde algo quizá más aterrador estaba pasando de forma paralela, eran reales y por lo tanto, sucesos comprobables. De algún modo u otro.
Observó hacia su examen, lo había contestado durante los primeros veinte minutos. No entendía porque a la mayoría de la gente se le complicaba Redacción. Contempló hacia afuera de la ventana con aire soñador, unas nubes paseaban en dirección a otro lugar distinto, surcando el cielo como solitarios trozos de hielo acarreados por la marea. Un auto pasó por la calle, era un Thunderbird color azul, el cual tenía a todo volumen una canción de Manowar. A Michael le gustaban, eran como Iron Maiden pero nacionales. A su madre no le gustaba mucho que él escuchara rock, metal y sus derivados, pero lo dejaba. Frank, no tenía inconvenientes, es más, le había regalado una grabadora portátil con capacidad para dos casetes, y cada que regresaba de un viaje, le llevaba nuevos casetes que iban saliendo. La última vez habían sido Nevermind, de Nirvana —aunque prefería sin lugar a dudas a The Pixies— y Painkiller, de Judas Priest. Sophie había abierto los ojos cual platos, debido a que cuando llegó de trabajar esa noche, encontró un desastre en la casa debido a la adrenalina que ambos hombres irradiaban cuando escuchaban a Judas, habían tomado los cojines del sofá y se habían golpeado entre sí al ritmo de vertiginosos riffs de guitarras. Cuando ella comenzó a protestar, los dos fueron a su encuentro y a besos y abrazos la hicieron acompañarlos en la batalla campal de cojines.
ESTÁS LEYENDO
El Susurro del Viento
TerrorMichael Miller, un periodista cegado por la ambición, es incriminado en un salvaje homicidio perpetrado bajo órdenes de un político corrupto. Así, Michael es recluido por su propia seguridad en Old Lake Hill, un pequeño pueblo de los límites canadie...