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Su despacho estaba ubicado en el piso doce, sin embargo, no podía llegar hasta él sin pasar por la zona de redacción. Un piso atestado de ordenadores montados en cubículos que no habían sido cambiados desde los años 80. La población de esta unidad consistía en los redactores menores del Daily, algunos sitios web, freelances con la ilusión de un trabajo estable y por supuesto, también de otros periódicos propiedad de la compañía. Caminó con la cabeza gacha, tratando de no interrumpir a los hombres y mujeres que se encontraban tecleando basura, así como no llamar la atención de los tantos ociosos que se la pasaban navegando en reportajes ajenos, leyendo alguna novela o simplemente jugando con alguna chuchería de goma. El no ser detectado sería un gran éxito, pues esto le ahorraría una posible reprimenda por parte de su superior.

Había pasado ya por casi todo el vestíbulo, encontrándose a unos cuantos pasos del corredor que lo conducía hasta las oficinas privadas, cuando una figura alta y corpulenta le prohibió el paso.

—No sabía que habían aplazado tu horario de entrada, Mickey. —Quien lo interceptó respondía al nombre de Joey Thomas, este era un ambicioso periodista venido a menos que estaba a unos cuantos artículos de publicar en las columnas comunales. Michael conocía su historia y aunque nunca le mostró un abierto desprecio —pues poco o nada se relacionaba con sus compañeros de trabajo—, Joey lo tomó como un rival a vencer para recuperar su anterior oficina. La misma que Miller llevaba ocupando desde cuatro años atrás.

—No la aplazaron, Tom, me encontraba haciendo labor de campo, tú sabes. ¿Cómo vas con eso? Escuché que en la perrera hay mucho riesgo de ser mordido. —A Michael no le interesaba pelear, pero esa no había sido la mañana que él hubiera querido y parecía que el idiota octogenario de Thomas quería mostrar una vez más el rencor que pululaba en su acabado ser.

—No todos nos arrastramos detrás de la mierda que deja la clase alta por ahí y por allá, Miller. Otros sí somos periodistas de verdad. —Joey se había esforzado por parecer unos cuantos centímetros más alto que él, pero la edad le había jugado una mala pasada y en lugar de ello, parecía como un maniquí de proporciones exageradas. Cierto era que en otros tiempos, Thomas habría dado una buena pelea, pero el tiempo no perdonaba a nadie. Miller ni siquiera se molestó en contestar, esquivó a la mole malhumorada de Thomas y se dirigió a la puerta del corredor. Algunos dejaron de teclear para concentrarse en esa burlesca imagen: un anciano retando a alguien de la mitad de su edad.

Responder al reto lo habría puesto como un cobarde que se aprovecha de un hombre mayor, el no hacerlo solo contribuía a las habladurías que señalaban a Miller como un periodista sin alma y sin bolas. Cansado y decepcionado de ese día que auguraba todo lo contrario en cuanto despertó, se dispuso a dirigirse al bar sintiendo como la sangre le hervía y las venas le punzaban de tanto enojo.

—¡Eh, Michael! El jefe te esta esperando en su oficina, quiere hablar contigo. —Le recordó Alice, la secretaria de su superior con voz de grito. Michael se detuvo en seco en medio de los cubículos que eran acaparados por los otros periodistas de menor reputación que él. Las miradas se posaron en él, señalando la excentricidad de su comportamiento o formas de investigación.

—¡Dile que pasaré a verlo antes de que me retire! —Respondió con el mismo tono. Algunos de sus compañeros soltaron una pequeña risa, otros una expresión reprobatoria a las que les siguió un tecleo furioso. Michael se comportaba como una celebridad, y hasta cierto grado lo era. Se había ganado a pulso su lugar en ese periódico y no dejaría que nadie lo pusiera en cuestionamiento.

—Henry me pidió que lo hicieras en cuanto llegaras, no después.

—Bueno, dile que no me has visto. —Miller dio por terminada la plática y se encaminó de nuevo hacía el elevador para ir al bar, sin embargo, no dio un solo paso. La puerta doble ubicada detrás de Alice se abrió de golpe, y un furioso Henry Buttom salió de la oficina. No fue necesario que alzara la voz, en sus ojos hundidos y oscuros enmarcados por las líneas de expresión se reflejó la orden que Michael accedió en silencio. Ahora había más risas en las caras de los demás testigos, muchas eran de satisfacción y no dudaba que de haber sido posible, muchos hasta hubieran rompido en aplausos.

El Susurro del VientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora