Introducción: Sangre bajo las estrellas.

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Amaba al mar, más que a nada en el mundo, más que a su vida misma.

La arena caliente de la playa se le quedaba pegada en el cuerpo, adhiriéndose a su piel como si de azúcar se tratase. A lo lejos, una gaviota graznaba y más lejos aún, otra le respondía. Alrededor, el murmullo alegre de los bañistas sonaba casi de forma perpetua. Frente a ella, el mar se escuchaba sereno. Las olas irrumpían en la playa, una tras otra, formando un relajante concierto. A su lado, sus padres platicaban cosas de grandes mientras cuidaban a su hermana, quien a la distancia se divertía con un papalote. El viento parecía también presentarse, dando ciertos golpecillos de aire cálido. Arriba, el astro rey avanzaba con perezoso paso, otorgándole calor y rayos solares que le daban color a su pálida piel. Esa era una de las muchas características físicas que Liz consideraba defectos; la piel pálida y que a su vez se llenaba de pecas. Otra imperfección era su baja estatura. Liz siempre había soñado convertirse en modelo o mejor dicho: empezó a soñarlo cuando tenía cinco años y había visto una foto de Marilyn Monroe. El pelo rubio y quebrado, cortado de forma corta. La piel tersa y suave, con el sensual lunar en el lado izquierdo de su rostro. Los ojos de un azul profundo, cuya mirada siempre parecía ver más de lo que aparentaba. Había quedado profundamente impactada por la perfecta nariz respingada y por sus labios finos, pero boca grande.

Lo que Liz nunca supo, y fue porque su madre nunca le quiso comprar alguna revista que hablara de ella, era que su estatura de 1.71, era superior a la de su máximo ídolo, quien medía 1.66.

Tal como muchas chicas de diecisiete años que veían con cierta desesperación que su cuerpo no se formaba como el de otras compañeras o conocidas, de forma constante en su mente desfilaban todos los posibles adjetivos que sus compañeros de clase podían ponerle, para así, burlarse de ella y de su aspecto infantil. En su corazón el dolor le punzaba cuando día a día veía su delgadísima figura frente al espejo. Su primer impulso era el de arrancarlo, quebrarlo en mil pedazos, solo quizá de ese modo podía romper esa imagen que tenía de sí misma. Pero también, Liz sabía que eso solo era una fantasía. Un grito ahogado que su autoestima emanaba, tan silencioso como el andar de una nube.

De pronto la estadía se convirtió en algo incómodo. ¿Y si las personas de ese lugar también pensaban cosas de ella? Trató de agudizar su oído para identificar burlas o comentarios llenos de lástima, pero había algo raro, ya no se escuchaban los vítores de los bañistas. Es más, ni siquiera la charla de sus padres. El mar parecía ahora más agitado, el viento parecía haberse enfriado.

—¡Hey! ¿Qué pasa? —Preguntó Liz mientras se incorporaba y se quitaba la toalla de la cara. Lo que vio provocó que su corazón se sobrecogiera, y que en su estómago las náuseas se presentaran como las campanadas de una iglesia. Las nubes grises se habían arremolinado en el cielo, el aire enfriaba cada vez más, como los aparatos de aire acondicionado que había visto en las revistas que su padre ojeaba con un sorprendido semblante.

—Te aseguro que en el 2020 tendremos autos voladores. Tal como en Supersónicos. — Le decía a nadie en particular. Pero por lo regular era su madre quien le contestaba.

—Mientras tengamos una Robotina que ayude con el quehacer, todo bien. —Respondía ella mientras barría o lavaba trastes.

Los Jackson no eran personas de muchos recursos, Richard Jackson, el patriarca y único sostén, era contador de una gasolinera en Stoumpthon y aunque no le iba mal, no les alcanzaba para darse ciertos lujos, tal como un carro nuevo, aire acondicionado en la casa o, lo que Richard más lamentaba, tener una lancha propia y un juego de pescar decente.

Liz no vio a nadie en varios cientos de metros alrededor. La arena se había convertido en algo parecido a ceniza mezclada con lodo y el agua, que picada ahora rompía con violencia contra la orilla, parecía aceite negro, como el que su carro, un Nova del 66, a veces tendía a escupir.

—¡¿Hola?! —Exclamó ahora con cierto titubeo. Pero nadie le respondió. Su cordura parecía querer flaquear ante el panorama surreal que se extendía sobre ella. El aire parecía viciado, dotado de un olor extraño, dulzón y amargo: aroma a muerte. Detrás de ella, donde debía estar el parqueadero, ahora solo había dunas y más allá, parecía haber árboles muertos, con ramas secas y grises, parecidas a miembros artríticos, esto provocaba el efecto visual de que la madera había sido reemplazada por osamentas retorcidas, entornando los ojos, parecía que en efecto así era. Se encaminó hacia la cima de una duna, con paso vacilante pero rápido, deseaba con desesperación salir de ahí. Anduvo echando hacia adelante su cuerpo, para subir de forma más veloz, ya que se percató que aunque el cumulo parecía pequeño, estaba muy empinado una vez ella puso el pie en él. Mientras ascendía observaba al cielo, este se había tornado del mismo color del agua, de un gris oscuro, pero las nubes ya no parecían nubes, es más, ni siquiera las había. Alrededor del sol, el cual era solo un foco de pálida luminiscencia, el cielo parecía transformarse y deformarse. Tal como si fuera el óleo fresco sobre el lienzo de una pintura maldita de Van Gogh. A lo lejos, sobre el agua, se veían cosas parecidas a rayos pero estos serpenteaban por encima de las olas, ascendiendo en lugar de descendiendo. Detrás de ellos, varios embudos de realidad chocaban con el océano y se fundían en el cielo, alterando de forma imposible al horizonte.

No le quedó duda que se encontraba en una pesadilla. Trató de llamar a su madre, pero ella no respondía. Desde dos semanas atrás, ella había cambiado. Parecía que algo la aquejaba y cada día estaba más nerviosa. Intentó despertar, sentía ahora que no se encontraba sola. Y en efecto, no lo estaba.

Delante de ella, en la cima arenosa que parecía no tener fin, algo se alzó. Emergió de entre las cenizas justo en la punta que parecía inalcanzable. Liz observó en esa dirección cuando sintió los granos de arena golpeando su cara, y al ver también los surcos que descendían. La figura era oscura, pero alrededor de ella había un haz de luz que le impedía verla con claridad. Tenía sus brazos extendidos hacia los costados, tal como en forma de crucifixión. Parecía una forma vulgar del símbolo que su padre parecía adorar y su madre odiar. Según su padre, la crucifixión de Jesús era el símbolo cristiano más sagrado y que gracias a este, el mundo había sido limpiado del pecado. No obstante, el ser que ahora parecía estar en la misma posición, no emanaba paz o amor. Liz sintió mucho miedo, y ganas de gritar, pero no podía. Escuchó un susurro, era apenas audible y las palabras, coreadas por lo que parecía ser un montón de personas, eran imposibles de entender. Detrás de ella, el mar gritaba con agresividad. Las olas al estrellarse hacían retumbar el suelo, provocando una fina cascada de granos de arena. Por instinto volteó hacia el lugar donde el fragor retumbaba. Con terror vio que una pared acuosa de gran proporción se aproximaba hacia ella. De entre el agua surgían rayos que cruzaban la ola gigante. Sus talones ahora eran besados por el agua que subía en una vertiginosa marea, y poco después, esa caricia se extendió hacia sus tobillos. Ansió correr, pero sus piernas estaban atrapadas en el fango que había debajo de ella, o al menos esa fue su primera impresión. Al mirar hacia abajo notó con horror que dos manos la tenían prensada. Una cara de ojos ciegos y azules salió de la arena. La sombra de la ola se proyectó por delante, en cualquier momento estaría sobre ella.

Por fin gritó.

El Susurro del VientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora