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Un nuevo día en la hermosa Santa Cecilia, las cinco de la mañana y escasos pueblerinos comenzaban su día a día, pensando que aquel día sería grandioso y seguramente les iría bien en sus trabajos o escuelas.

A excepción de uno.

Marco había despertado, mucho antes de lo normal, su cuerpo se sentía pesado, al igual que sus ojos, y estos estaban completamente hinchados y rojos. Había llorado hasta quedarse dormido.

Se levantó como pudo, sentándose exactamente en el filo de su colchón, dejo soltar un suspiro completamente cansado y sin ganas. Su mirada se reflejaba pérdida ese día, sintió su boca seca, trataba que su propia boca inundara su boca de escasa saliva y así refrescarse tan siquiera un poco.

Miró a su alrededor, un silencio estremecedor era lo que inundaba aquellas horas, y un escalofrío lo recorrió. E inmediatamente sintió dolor, dolor en una de sus mejillas, y fue entonces que recordó.

Loa gritos, los insultos, los sollozos y golpes sordos que generaban su padre y su madre a causa del primero por embriagarse.

Sintió culpa e impotencia, tomo con gran fuerza las sábanas que yacían debajo suyo. Sentía furia absoluta y se sentía peor que un miserable vago.

Definitivamente aquello ya no era un hogar cálido y lleno de amor, no, ya no era completamente lo contrario, lúgubre y sin color.

Marco no deseaba sentirse así, ya no, pero no sabia cono salir de aquel infierno que su padre estaba construyendo. Menos cuando él era un niño, un menor de edad sin saber nada de la vida.

Sintió terror, muy a pesar del infierno vivido, no sabia como salir sin un apoyó afuera de aquel infierno, pues dentro de este mismo se encontraba su madre, la única que le ha brindado aquel escaso amor y calidez. Por lo que no deseaba dejarla ahí con un psicópata y maltratador como su padre que le reprochaba; inclusive, por respirar, cada error cometido era severo con ambos, cada cosa mala que hacían se convertía en un vil sádico sin corazón, olvidándose de que aquellos seres que cometían errores era su propia familia que había forjado hace varios años. Pero pareciera que era el alcohol quien lo consumía y lo cegaba ante su humanidad, siendo completamente agresivo con cualquiera que se metiera en su mugrienta vida, porque lo quería perfecto, necesitaba que todos hicieran las cosas a la perfección.

Marco negó, ya no soportaba tantos maltratos, pero ni siquiera sabia defenderse, era un maldito débil, un indefenso sabandija que no merecía tener una oportunidad de salir de aquel infierno.

Tapó ambos ojos, pues estos le ardían. No deseaba llorar, ya no.

¡Basta!

¡Alto!

¡No Llores!

Era un desperdicio de sentimientos, y su padre no lo merecía, no merecía derramar lágrimas por aquel ser que se convirtió en un demonio método en su casa.

Comenzaba a odiarlo.

Lo odiaba.

Odiaba sus maltratos, sus gritos, su maldito alcoholismo, lo odiaba completamente.

Volvió a dejar escapar un suspiro, dejando que su cabeza dejará el asunto atrás, finalmente jamas podría irse de su miserable hogar.

Horas pasaron y Marco ya había estado más que listo para ir a la escuela.

Miraba el reloj, marcaba siete y media de la mañana, y lo único que le faltaba era despedirse de su madre. Por lo que una vez tomada sus cosas, se acercó a la cocina, viendo como su madre preparaba el desayuno.

── Ya en voy ── anunció a su progenitora.

La mayor volteo apenas, pero de inmediato volteo a sus labores, dolo había asentido poco ante la despedida de su hijo.

Marco no dijo nada, sabia que si su madre volteaba, ella se derrumbaría, pues sabía lo que pensaba y todo lo que ella se culpaba.

Se marchó, no sin antes abrazarla por detrás, dándole un beso sobre su hombro, dejándole entender que él siempre estaría a su lado.

Finalmente Marco se marcho de su hogar, caminaba despacio pues realmente no deseaba llegar, tomo  la correa de su mochila y apretó con fuerza.

Sentía dolor, demasiado y las miradas junto con cuchicheos no ayudaban en nada.

── ¿Marco? ── escuchó de repente el nombrado.

Este volteó, asombrándose de quien era el responsable de su llamado.

── … Miguel ── murmuró, jamás pensó que se lo encontraría, pues vivían en lados opuestos de Santa Cecilia.

Un silencio inundo el ambiente, ninguno decía nada y solo se miraban, hasta que fue Marco quien decidió irse sin decir nada, pero la mirada del Rivera se había posado en la herida de la mejilla que portaba de la Cruz, por lo que apresuró su paso y lo siguió hasta alcanzarlo.

── Espera Marco ── habló Rivera una vez que alcanzo al susodicho.

De la Cruz se detuvo sin mirar a Miguel, no quería soltar alguna palabra o comentario, no cuando se sentía débil y destrozado.

── ¿Qué te paso? ¿E-Estas bien? ── preguntó ya preocupado y completamente nervioso.

Y de nuevo el silencio inundó completamente su entorno. Nadie decía nada y Marco no pensaba hablar o soltar una palabra.

Que malditamente absurdo perder el tiempo de esa forma.

Lo miró nuevamente, notando como la preocupación den Rivera se reflejaba en su rostro, negó, no debía, ni tenía que decirle algo, por lo que rodó los ojos, deseaba irse de una vez.

── ¡Marco! ── Miguel dio un gritó, volviendo con el castaño, realmente estaba preocupado por el de la Cruz.

Fue de nuevo hacia él y tomo con firmeza su muñeca.

Marco viró hacia Miguel, quien seguía preocupado por aquel comportamiento del morocho.

── Sueltame, Rivera ── ordenó, pero sintió mas fuerza en el agarré y un leve temblor por su parte.

── Dime ¿Qué tienes? ── siguió.

── ¡Eso no te incumbe! ── exclamo Marco fijamente al zapatero.

── ¡Me preocupas! ── fue la pronta y rápida exclamación que hizo callar por completo a Marco.

¿Le preocupaba?

¿En serio?

¡Por dios, que imbécil Miguel Rivera!

MasoquismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora