03→princesita

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La heredera oye una retahíla de murmullos a su alrededor.

Ahg, llamé la atención.

Su falda baila con gracia al caminar al igual que su cabello liso, echa algunos bordes vistazos al mar de chicas que se le quedan viendo como si fuera un extraterrestre, unas anonadadas, otras con emoción y como nunca falta: roñosas de envidia, claro que las dos primeras lideran el número.

Sonríe lascivamente y pasa los portales, observa que en esa especie de patio van a hacer la bienvenida.

—¿Y quién se supone que es nobleza en esta porquería? —sus ojos revolean, siente miradas por doquier—. Ahg, ¿por qué no me traje a Hardin?

Escucha cosas acerca de la altura de su falda, que ha enrollado un poco más arriba de la rodilla después de todo, sobre como su uniforme es tan distinto al de las demás por detalles, sobre su identidad y especulaciones de figura pública, sobre el bolso que trae, sobre la imposible belleza que porta. Los típicos comentarios insulsos de las chicas cuando identifican algo de primera vista.

No le sorprende, pero no significa que le sea costumbre.

Divisa a una mujer mayor extranjera, británica podría ser, lo distingue por su forma de caminar y de moderarse. Mackenzie es una experta para asimilar eso. La mujer está probando un micrófono parada en la pequeña tarima.

Por todos lados, ve a lo que parecen ser profesoras y personal administrativo tratando de organizar a una parvada de estudiantes.

—¡Nuevo ingreso, por favor aquí!

Una anciana pelirroja vestida de falda larga beige, camisa de doblez blanca y chaqueta con la distintiva corbata rosa, hace señas a lo ataviado, organiza en tres largas filas a las estudiantes de nuevo ingreso.

La heredera se queda parada en su sitio, sin inmutarse, de pronto, saca el itinerario de Hardin, le da un corto vistazo desinteresada, buscando un poco del protocolo para guiarse en esta paradoja, arruga el papel y lo tira en la primera papelera que consigue.

Camina como si nada por el lugar, pasando por alto al barullo de féminas extasiadas por verse las caras unas a las otras y presumirse mil y un maravillas entre ellas. Se le hace además ridículo tener que ver tantas flores, se pregunta si alguien habrá muerto de alergias. Todo el lugar grita pasividad.

Ni los funerales tienen tantas flores.

La masa que parece ser la directora se ubica en la tarima y hace su presentación. Tiene una voz gangosa, una que tiene pegado como chicle un inglés arraigado de antaño, al que le cuesta procesar el japonés correctamente. Es anticuada al máximo, aún viste sacos de tweed y faldas de pana.

Las chicas vitorean de pronto, la mujer se aprisa a pedir que se preparen para el homenaje nacional.

La pelinegra no sabe muy bien qué hacer, ella es la única que no está en alguna formación, las miradas no se han disipado y se mueve a la fila de nuevo ingreso.

Choca sin importancia con unas cuantas hasta ubicarse en una fila, no hay espacio a menos que se quede de última, y eso no va a pasar. Empuja con su hombro a la portadora de unas trenzas peli-naranjas, la misma cae al suelo por la tropezada, pero deja un lugar libre para Min.

—Ay, perdón —dice con una pena tan fingida y frívola; se acomoda en el lugar disponible—. No me toquen —advierte a las chicas delante y detrás.

—¡Auch! —se oye un delicado quejido, la heredera se ha parado a un costado de la chica en el suelo.

Nota que se aproxima un extraordinario silencio de repente.

R O Y A L S  H I L L  H S ♡ 王室の丘 H S → b e g i nDonde viven las historias. Descúbrelo ahora