Capítulo 1

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Miro mi armario, ahora vacío, por última vez y lo cierro. Dejo salir un suspiro, y no sé si es de alivio o de melancolía. Meto el jersey azul celeste y las zapatillas en mi maleta y la cierro. Cojo mis sandalias blancas y me calzo para bajar al comedor, donde me espera mi madre junto a un montón de cajas.

—¿Seguro que vas a estar bien con el cambio?

—Voy a estar más que bien.

Mi madre sonríe y me da un fuerte abrazo.

Hoy abandono lo que ha sido mi hogar por once largos años. Siento un poco de miedo por lo desconocido, de angustia y melancolía por lo que dejo atrás... Y, a la vez, me siento aliviada. Muy aliviada.

Tengo 17 años, y he tenido cáncer. Me diagnosticaron la leucemia con 15 años, a día de hoy puedo decir que ya no hay rastro de ella, o eso parece. Sin embargo la siento muy presente. Todo me recuerda que he estado enferma. He estado estos dos años recibiendo quimioterapia, así que, de momento, estoy calva. Bueno, llevo una peluca, pero debajo de ella a penas hay pelo. Y sé que eso y mis revisiones médicas, al igual que el cansancio que siento y infinidad de cosas más, me van a seguir recordando que he tenido cáncer. Pero hay cosas que puedo evitar que me lo recuerden.

La verdad es que no sé cuántos días pasé tirada en mi cama, mirando a un punto fijo de la pared de mi habitación intentando que se me pasara el mareo tras la tanda de quimioterapia. No recuerdo cuantas veces he vomitado en el lavabo de casa. Tampoco las veces que no he podido ir al instituto y me he quedado encerrada en mi habitación. Supongo que demasiadas.

Cuando voy al instituto todos me miran, soy la chica del cáncer. Al principio no me molestaba, era la verdad, pero ahora estoy curada y quiero sentirme como tal.

Así que, cuando ascendieron al novio de mi madre en su trabajo y le ofrecieron mudarse a Valencia, fui la primera en apoyar la propuesta. Pensaba en ello como la oportunidad de ir a un lugar donde pudiera volver a ser yo, en el cual nadie supiera que he estado enferma.

—Bueno, ¿entonces nos vamos ya?

Miro a Leah mientras acaba de sacar su maleta al recibidor. En cuanto la suelta voy a darle un abrazo. Enseguida me abraza y noto que sonríe mientras un suspiro escapa de sus labios.

—Gracias —le digo con toda la sinceridad del mundo.

Se que, en el fondo, no quería mudarse; ella tiene aquí toda su vida, pero lo hace por mí. Ni siquiera somos familia directa, ella es la hija del novio de mi madre, es mi hermanastra, pero daría su vida por mí, y yo por ella.

—¿Seguro que tendré una habitación para mí solo?

—Seguro.

No puedo evitar sonreír ante el comentario de mi hermano pequeño, Enzo. Él es el único hijo en común de mi madre y mi padrastro, lo tuvieron poco después de que nos fuéramos a vivir todos juntos. Así que Leah y yo, dos adolescentes de 17 años, tenemos que hacer de canguro de un niño de nueve años cada día en vez de salir por las tardes con las amigas. Al principio nos pareció una idea genial, teníamos ocho años, obviamente queríamos un hermanito o hermanita. Pero ahora hay veces que le ataría a una silla y lo dejaría ahí durante horas.

De pronto pican al timbre. Todos sabemos que es Adam, el novio de Leah, así que nos quedamos mirándola a la espera de que abra la puerta.

—Voy a despedirme —anuncia mientras agacha la cabeza.

Asiento y le froto el brazo para darle ánimos. Y, aunque todos esperamos que le deje pasar, no es así, apenas nos deja saludarle desde la entrada y sale ella de casa cerrando la puerta tras de sí.

Me encojo de hombros y un escalofrío recorre mi cuerpo al pensar que van a separarse, en parte, por mi culpa. Subo a mi habitación una vez más y me quedo mirando ese punto en la pared que miraba cuando me mareaba. Me doy cuenta de que he perdido la conciencia del tiempo cuando oigo a mi madre llamarme repetidamente des del recibidor. Salgo corriendo y veo que ya no queda ni una caja, ni una maleta en la entrada.

—Vamos hija, nos están esperando.

Me giro una última vez y miro el piso con algo de angustia en el pecho.

Cuando subo al coche todos están en silencio. Miro a Leah y vuelvo a sentir un escalofrío recorrerme el cuerpo al verla con la cabeza apoyada en la ventanilla y la mirada fija en la nada. No me atrevo a preguntarle si ha roto o no con Adam, de hecho, no me atrevo a decirle nada en la mayor parte del viaje.

—Os va a encantar la casa, es enorme.

—Y tiene una habitación para mí.

Enzo empieza a moverse como un loco dándonos golpes tanto a Leah como a mí. Pongo los ojos en blanco e intento ignorarlo hasta que se canse.

—Tiene una habitación para cada uno —dice mi madre—, y dos baños.

Y, por primera vez en todo el viaje, Leah me mira y ambas sonreímos. ¡Se acabó compartir baño con nuestros padres!

No es algo que sea un drama. Pero cinco en casa son demasiados para un solo baño. Llegó un momento en que Leah y yo tuvimos que empezar a guardar nuestras cosas en la habitación: toallas, maquillaje, tampones, compresas... Era un rollo.

Después de varias horas en la carretera por fin llegamos a nuestro destino. Cuando bajo del coche veo que el camión de la mudanza ya está descargando las cajas, así que salgo corriendo y me meto en casa. Leah me sigue y se detiene junto a mi en el recibidor.

Enzo nos alcanza y nos empuja para poder subir las escaleras.

—Voy a escoger la mejor habitación.

Leah y yo nos miramos y sonreímos antes de salir corriendo.

Al final soy la última en subir las escaleras y, por consecuencia, la última en escoger habitación. Todas son igual de grandes, así que no me molesta mucho ser la última. Pero las dos ventanas de las habitaciones de Leah y Enzo dan a la entrada de la casa, mientras que una de la mía da a la casa de al lado. Frunzo el ceño mientras miro por la ventana, el vecino o vecina tiene la persiana de esa habitación bajada, así que no puedo saber si es o no la habitación de alguien, pero me incomoda pensar que así sea. ¿Y si ahí duerme un viejo verde o un adolescente salido? ¿Tendré que vigilar cada vez que me cambie de ropa?

—¿Qué te parece tu habitación?

La voz de mi madre me saca de mis pensamientos y hace que observe detenidamente mi nueva habitación. És de color lima, nunca he tenido la habitación de ese color.

—Me parece que aquí nunca he estado enferma —mi madre me sonríe y yo hago lo mismo—. Es perfecta.

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