Capítulo 8.

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Podía recordar a la perfección el momento más traumático de mi vida. No era un lindo recuerdo, más bien era el intento desesperado por olvidarlo, lo que lo atraía a mi cabeza una y otra vez como si fuera un disco rayado que no dejaba de reproducir lo mismo múltiples veces. Esa noche, en la que todo cambió, fue cuando al fin comprendí que nada merecía la pena realmente. Todo estaba mal, nada era totalmente satisfactorio y la vida no era feliz. Más bien era un intento constante de encontrar algo por lo que vivir. O algo por lo que morir. Desde entonces, todo el sentido que le veía a las cosas se había evaporado como agua en su punto máximo de ebullición, desaparecida como mi necesidad de pensar en el futuro. En ese momento, empecé a vivir el presente, pero de una forma desacertada. Era una vida que se acababa una y otra vez, para luego volver a iniciar cuando algo me ocasionaba esperanza.

La separación de mis padres había sido el hecho que más me había lastimado en toda mi vida. Incluso superaba a mi falta de amigos, lo cual era extrañamente duro. Podía no tener amigos, pero cuando mis padres pusieron distancia entre ellos, sentí haber perdido todo lo que me hacía despertar día a día. Ser una niña antisocial era una cosa, pero, ser alguien con los padres peleados, sin esperanza en el amor, era algo totalmente diferente. Todo podía llegar a derrumbarse en un mínimo segundo, y lo había presenciado con mis propios ojos, algo que me impedía seguir adelante.

Lo recordaba como si fuera ayer: los gritos que superaban los de las noches anteriores, el llanto desgarrado de mi madre, mientras le acusaba a mi padre de ya no amarla. Él gritaba que sí, que la amaba, que siempre sería la mujer más importante de su vida, pero, aún así, debían separarse para no matarse cada día con sus discusiones. Había momentos, previos a la separación final, en los que me preguntaba cuando acabaría, cuando dejarían ambos de sufrir. Mi padre solía dormir en el sofá, en esas noches interminables en las que mi madre cerraba con portazos y lo denigraba como si fuera una rata de alcantarilla.

Lo soportaron unos meses, años quizás. Solo que con cada día que pasaba, se hacía peor y peor.

Se preguntarán por qué estoy pensando en esto cuando estoy llevando a Alex a mi antigua habitación, con su brazo sobre mis hombros, para no perder el equilibrio. Bueno, mi padre, luego de la separación, solía tomar botellas y botellas por mes, sin superar su partida. Odiaba verlo así, pero me había enseñado mucho para estas situaciones, como la que estaba viviendo con Alex. Nuestros pasos se hacían más difíciles a medida que avanzábamos por el pasillo oscuro. El peso de Alex cargaba sobre mi espalda y yo solo podía limitarme a oír sus comentarios molestos que soltaba al estar ebrio, riéndome de vez en cuando, para alivianar la incómoda situación que se producía.

Me dije a mí misma que no podía culpar a Alex, sus padres también estaban separados, era posible que toda esta escenita y secuencia de chico malo se debiera, principalmente, a algún trauma formado de la secuencia a la que esperaba olvidar. Quizás fuera el alcohol aquella medicina del corazón que le producía un alivio real. El alcohol podría ser un escape para mis demonios internos, o, una forma de despertarlos.

—Odio que me veas así... ¿cómo vas a respetarme luego? —lo decía casi como si fuera digno de mi respeto.

Sonreí ante su comentario mientras le ayudaba a entrar en la habitación. Sabía que no le gustaría absolutamente nada que haya sido yo quien lo había ayudado, pero no iba a dejar que un desconocido permaneciera más tiempo dentro de la casa, con un energúmeno drogado y ebrio era suficiente, no necesitábamos dos.

—Mi respeto lo perdiste hace mucho, Alexcito —le llamé por un diminutivo por el simple hecho de recalcar mis palabras, y, además, se veía divertido molestarlo.

Él me miró mal, pero siguió sosteniéndose de mí para caminar.

—Nada va a traerla de vuelta –dijo, finalmente.

Elena's FacesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora