Capítulo 14.

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Jamás me había parado a pensar, por más de dos segundos, el significado de estar bien.

Era algo que se decía cotidianamente.

Cuando caes al piso, te arañas las rodillas y alguien te pregunta si te duele. A eso respondes: Estoy bien, no importa si te dolía o no, después de todo, lo decías para demostrar que tu pierna estaba sana, sin contar la herida superficial, que evitarías usar un yeso para recomponerte. Uno estaba bien cuando lo comparaba con otra cosa mucho peor. Podías golpearte, pero ándale, no es nada grave, aún vives. Podías tener algo grave, pero vamos, resiste, debes estar bien. La pregunta que me estaba haciendo en estos momentos era...

¿Qué significa estar bien? Yo estaba bien, si. Alex me había dicho que me conformaba con eso.

¿Acaso había algo mejor a estar bien?

No lo entendía. Me conformaba con mi vida, eso no significaba que no soñara con algo mucho, mucho mejor.

A eso se refería Alex, me dije a mí misma. Yo soñaba con algo mejor pero no me levantaba e iba por conseguirlo. En cambio, me quedaba sentada, sobreviviendo, quejándome sobre mi propia vida. Pensé en mi falta de amigos, en lo mucho que me dolía, y aún así, no intentaba hablar con nadie al ir a clases, ni mucho menos salía para conocer personas. En cambio, desde que había llegado a casa de mi madre me la había pasado encerrada, de no ser por esas veces que salí con Alex a comer, o a esa fiesta por la que aún sufría una terrible jaqueca.

Mis profesoras solían decirme que debía ir a un terapeuta, para soltar esos pensamientos que interferían tanto en mi aprendizaje como en mi vida diaria. Claro que yo rechazaba esa idea, porque había crecido en dos hogares que sostenían que, quien iba al psicólogo, estaba loco. Y yo no estaba loca, estar loco estaba mal, era malo para la salud y, de conocerme más, podrían llegar a internarme en un psiquiátrico. Ese era el principal miedo que tenía a la hora de comunicarles a mis padres que me habían mandando a la terapeuta del colegio, quien me recibía con una sonrisa y una taza con jugo de manzana que estaba aguado. Me negaba rotundamente a tomar eso, pero, luego de pasar casi una hora callada, temiendo que, de abrir la boca, haría un daño irreparable, tomaba, frunciendo el ceño, haciendo que las venitas de mi frente se arrugaran, para, finalmente, recibir un saludo, una sonrisa que expresaba: "No te entiendo una mierda, deberías estar encerrada", despedirme también yo, con otra sonrisa que decía explícitamente: "Sobre mi cadáver, vieja de mierda." Y me daba la vuelta, saliendo por la puerta casi como una pequeña en una película de terror, como si el cuco fuera a tomarme de las rodillas para arrastrarme a algún lugar embrujado.

A partir de los diez años, decidieron que la terapia no servía, porque yo no ponía de mi parte, así que, para evitarse más gastos, me dejaron tranquila. Dijeron darme el alta, aunque no me sentía mejor que en las primeras sesiones, y yo sonreí, le dije a mi madre que sí, que estaba bien. Que me sentía reformada. Fue cuestión de tiempo hasta que dejé de fingir, de sonreír, y las lágrimas habían vuelto a mis ojos, el lugar que tanto conocían.

Estar bien era sobrevivir.

Era despertar día a día, por el mero hecho de respirar, sonreír y avanzar. Dar un paso, luego otro, sin saber exactamente hacia dónde me dirigía, tan perdida como al principio, confundida, sin saber hasta cuando tendría fuerzas.

Sabía que, si algo llegara a golpearme de repente, caería de bruces contra el piso, sin poder evitarlo.

Me introducí en la ducha. No pensaba volver a utilizar el hidromasaje, no luego del inconveniente que había tenido la última vez, donde había llegado a correr riesgo por estar en medio de una lucha, fantasía contra realidad. La perdedora sería yo, siempre lo era.

Elena's FacesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora