Capítulo 11

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A Julia se le heló la sangre. Bruno iba a matar a alguien. Le mintió. Le dijo que sólo iba a darle un buen susto. ¿A qué había venido todo aquel numerito del beso entonces? Quizá intentaba olvidarse de su asunto pendiente. Quizá fuera culpa de Julia que su sed de sangre hubiera vuelto. Se sintió mal de repente. Bruno hizo ademán de girarse, y Julia salió corriendo de allí.

Un espíritu no podía tocar a un humano. A no ser que este tuviera el don. ¿Cómo planeaba Bruno matarlo entonces? Puede que lo asustara hasta el punto de hacerlo caer desde algún sitio alto. O puede que le tirara un armario encima. La mente de Julia no se detenía a la hora de inventar escenarios horribles. Al menos Bruno no sabía quien era el descendiente. Deseó que continuara siendo así para siempre. 

– Mi madre me ha llamado. Me voy.

Aquello fue lo primero que dijo la chica al llegar de vuelta con los demás.

– ¿Quieres que te acompañe? – se ofreció Mario.

– No, no importa. Conozco el camino.

Desde siempre, después de vivir emociones fuertes, Julia necesitaba estar sola. Bruno iba a matar a alguien. Y tenía que encontrar la manera de evitarlo.

Por otra parte estaba aquel ser misterioso cubierto completamente por una capucha. ¿Sería otro espíritu? ¿O la mismísima muerte? Fuera lo que fuera, no quería cruzarse en su camino.

***

– Mamá, son las ocho de la mañana. – se quejó Julia.

– Lo sé, pero este es nuestro último día aquí, y me han dicho que hay una exposición muy interesante en el ayuntamiento.

– ¿¡Nuestro último día!?

La chica prácticamente saltó de la cama. Contó con los dedos. Era cierto. La mañana del día siguiente abandonaban el pueblo. Ya había perdido dos días de clase. Sus padres no le permitían perder más. Eso significaba que no volvería a ver a Bruno, cosa que en cierto modo la aliviaba. Pero también significaba que nunca sabría como acabó la historia del descendiente.

– Pues claro. La exposición empieza a las nueve. Vamos, vístete.

Cuarenta minutos después Julia estaba de pie junto a un pequeño  grupo de turistas, esperando a que abrieran la puerta de la sala de exposiciones del ayuntamiento.

– Julia.

Se sobresaltó. Aquella era la voz de Bruno. Estaba justo detrás de ella. Decidió que lo mejor sería ignorarlo. Él seguía llamándola, pero ella no se giraba. Finalmente abrieron la puerta desde dentro y Julia entró veloz. Bruno la siguió, pero se quedó en el umbral de la puerta. La sala estaba llena de artefactos antiguos. Al fondo había una pantalla blanca. Entonces, las luces se apagaron y comenzó una proyección. Se hablaba del pueblo, de como había crecido hasta convertirse en un lugar casi independiente. Julia miraba de vez en cuando a Bruno. Este se mantenía apoyado en el marco de la puerta, de brazos cruzados. Atendía, igual que los turistas, a la presentación. Quien imaginaría que aquel muchacho se convertiría en un asesino.

Fue aquel panadero el que tomó la decisión de declarar aquel singular barrio como un pueblo independiente, desde el día en el que un joven ladrón robó en su panadería y la policía no hizo nada al respecto. Así, se proclamó su primer alcalde. Desde entonces, el puesto, ha ido pasando de padres a hijos, ya que no existen más candidatos.

Julia reflexionó por un momento. Entonces juntó todas las piezas. Bruno era el ladrón. Y si su razonamiento no la engañaba, aquello sólo podía significar una cosa. Diego era el descendiente.

Miró con desesperación hacia donde Bruno se encontraba, pero el muchacho había desaparecido.

– Tengo que ir al baño.

Se levantó a toda prisa y corrió fuera de la sala de exposiciones. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Buscar a Bruno y frenarlo? No. Aquello sería imposible. Tenía que encontrar a Diego y, aunque hubiera preferido no verlo nunca más, tenía que avisarlo. ¿Dónde vivía? El chico nunca se lo dijo. Quizás estuviera en casa. Quizás estuviera con Maje.

Miles de preguntas circulaban por su cabeza a una velocidad pasmosa. Optó  por ir a la plaza, y después al parque. Recorrió todo el pueblo corriendo. No había ni rastro del chico. ¿Y si Bruno había llegado antes que ella? Regresó al ayuntamiento. No quedaba nadie en la sala de exposiciones. Tenía varias llamadas perdidas de sus padres, pero no le importó.

– Voy a matar a ese capullo. Estarás contenta, ¿No?

Julia se giró sobresaltada para descubrir a Bruno.

– Puede que me rompiera el corazón. ¡Pero no tienes ningún derecho a matarlo!

– ¡SU BISABUELO ME MATÓ A MÍ!

Los ojos de Bruno casi salían de sus cuencas. Se acercó a Julia poco a poco.

– Bruno, por favor. Tiene que haber alguna otra manera de que cruces al otro lado.

– No la hay.

– Pues claro que sí. Siempre hay otra manera.

Julia pensó en preguntarle por el extraño ser. Sin embargo, se detuvo. Él no debía saber que ella estaba allí esa noche. Justo entonces una tercera figura irrumpió en la habitación.

No me jodas, ¿justo ahora?

– ¿Julia? – Diego la miró extrañado. – ¿Qué haces aquí?

Ella dejó de mirar a Bruno, y se dirigió hacia él.

– Te estaba buscando.

– No creí que quisieras verme después de lo del beso.

Ella miró hacia abajo y caminó delante de Bruno. Diego miraba a su alrededor, por toda la habitación.

– Bueno, tenía que hablar contigo.

– ¿Qué pasa? – el muchacho hizo la pregunta sin interés, mientras continuaba mirando hacia arriba.

– ¿Qué te pasa a ti?

– ¿No notas algo raro?

Julia miró hacia atrás. Bruno seguía allí, dispuesto a saltar sobre Diego en cualquier momento.

– ¿Algo raro como qué?

Diego avanzó hacia ella, y la superó, hasta quedar justo en frente de Bruno. Julia tragó saliva, se giró hacia Diego y lo cogió del brazo.

– Mejor vamos a hablar a otro sitio.

– Tú también sientes el fantasma, ¿verdad?

Las palabras del muchacho la dejaron helada. Diego tenía el don. O al menos una pequeña parte de él. Bruno no pudo disimular su asombro, y de inmediato se dirigió hacia el chico. Julia se interpuso entre ellos.

– No vas a tocarlo.

– Te rompió el corazón. Ahora tú tienes tantas ganas como yo de romperle el cuello.

– Aléjate.

Julia extendió las manos a modo protector frente a Diego.

– Voy a matarlo.

– Por encima de mí.

Ella alargó la mano hacia una de las vitrinas y alcanzó una de las cruces que se cuelgan en las iglesias.

– No me hagas usarla. Aléjate.  – murmuró extendiéndola. Bruno obedeció. Conocía los efectos si aquella cruz tocaba su piel. No quería probarlos. 

– No siempre estarás tú para protegerlo.

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