Epílogo

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Un mes después todo había vuelto a la normalidad (dentro de todo lo normal que puede ser ver fantasmas).

Julia había empezado la universidad. Se había matriculado en filología con la esperanza de aprender a escribir y así poder sacar algún día un libro sobre todas sus aventuras. Lo catalogaría como ficción. Lo tenía claro. Si no, todos la tomarían como uno de esos videntes que salen en Antena 3 de madrugada.

Solía acordarse de Bruno. A decir verdad, no había día en el que no pensara en él. Por mucho tiempo que hubiera pasado, era capaz de sentir aún ese último beso, cálido. También pensaba en Diego. Pasaba noches sin dormir, dándole vueltas al hecho de que podría haberlo salvado, y también lamentándose y llorando por no haber podido siquiera despedirse.

La Navidad se acercaba. Julia estaba sentada en el sofá, cobijada por una manta, hojeando un libro. Intentaba concentrarse en leer, pero le era imposible. No imaginó que todo aquello fuera a crearle secuelas tan profundas. Navidad solía ser su fiesta favorita. Adoraba absolutamente todo sobre ella. El ambiente de "felicidad" la embriagaba.   Aquella Navidad no sería lo mismo. Llevaba días sin salir de casa, incapaz de ver una foto de gente sonriente sin acordarse de los chicos.

El día de Nochebuena, su hermana tuvo que sacarla a rastras de su habitación para que fuera a cenar con toda la familia. No habló a penas. Sus padres se habían ocupado de dejar claro que no querían si quiera escuchar mencionar el tema. La cena la ánimo un poco, aunque quiso volver a casa temprano. Dejó a sus padres disfrutando de la fiesta y se marchó. Su casa solo estaba separada de la de su abuela por un par de calles. Dio un par de vueltas a la llave y entró. Ni siquiera se molestó en encender la luz. Fue entonces cuando escuchó una diminuta respiración. No era la suya. Se sobresaltó. Sí, podía ver fantasmas, pero no con la luz apagada. Se levantó con cuidado y se dirigió al interruptor, cuando escuchó pasos, también diminutos.

– ¿¡Qué cojones!?

Aceleró y encendió la luz. Cuando vio lo que estaba a sus pies rápidamente su mueca fue sustituida por una sonrisa.

– Hola pequeño.

Se agachó. Un perro labrador diminuto estaba a sus pies, mirándola feliz.

– ¿Cómo estás?

Lo acunó entre sus brazos y comenzó a rascarle las orejas.

Vislumbró una cama para el cachorro bajo el árbol de Navidad, y también una cajita envuelta en papel de regalo. Sin soltar al perro, se dirigió hacia allí. La caja contenía una etiqueta con su nombre, y dentro había un collar para el animal.

– ¿Eres mío? – su sonrisa se agrandó.

El cachorro la miró. Ella lo miró a los ojos. Eran verdes. Verdes. Verdes.

Comenzó a llorar.

– ¿Diego?

El perro ladró varias veces, mirándola.

– Diego...

Julia se hizo bolita en el suelo. Le faltaba el aire. Diego estaba allí. Con ella. El animal se acurrucó junto a ella. La chica lo rodeó con sus brazos mientras las lágrimas salían a borbotones de sus ojos. Se mantuvo allí inmóvil unos minutos, hasta que la sensación de frío en todo su cuerpo la devolvió a la realidad.

– No volveré abandonarte... – murmuró –  Te lo prometo.

El cachorro la entendía. Era Diego. Todo aquello... Era un ciclo. Su abuela tenía razón. Buscó con desesperación su colgante. No se lo había quitado desde entonces. Le pareció que aquel círculo cobraba vida. Estaba caliente. Como los labios de Bruno. Se echó a llorar de nuevo, pero una sensación nueva se fue abriendo paso en su pecho.

Diego estaba allí. Con ella. Quizás Bruno también. Quizás sólo tenía que saber dónde mirar.

Las primeras semanas tras su descubrimiento Julia cambió su comportamiento al completo. Abandonó la pose sombría que había mantenido desde toda aquella aventura y comenzó a ver la luz al final de aquel túnel. Sin embargo, dos meses después comenzó a desistir. Incluso abandonó la idea de que aquel perro fuera Diego. Todo había sido una sugestión. No había vida después de la muerte. Y ella pasaba montones de horas mirando al techo reflexionando sobre la suya. Esto le hizo descuidar los estudios: un par de asignaturas suspensas no hicieron ninguna gracia a sus padres, quienes la obligaron a asistir a clases particulares.

Tengo dieciocho años. ¡No necesito clases particulares!

Finalmente dio con un estudiante de cuarto de su misma carrera que se ofrecía a ayudarla a cambio de un par de euros la clase.

El día que lo conoció, Julia esperaba encontrarse a uno de esos chicos de último año de la facultad, altos, simpáticos y muy, muy listos. Sin embargo nunca había visto a aquel chico. Sentado en una silla de ruedas, la esperaba tras el escritorio.

Antes de comenzar la clase, le explicó que hacía año y medio, justo al comenzar cuarto de carrera, había sufrido un accidente de coche que le dejó en coma, y no fue hasta principios de noviembre cuando despertó. Estaba aprendido a caminar de nuevo, y recuperando el control de sus miembros, pero sus facultades mentales seguían intactas.

– Por cierto. – la miró a los ojos. Julia sintió que la desnudaba completamente. Sólo había tenido esa sensación con una persona en toda su vida. – Me llamo Bruno.

Todo se desmoronó. Todo. Julia se levantó. Lo miró a los ojos. Esos ojos azules. Tenían que ser suyos. Apretó con fuerza el colgante. Bordeó el escritorio y se situó frente a él. Lo besó. Rápidamente su mente le advirtió de que acababa de hacer una locura, pero sintió como la mano del chico se movía lentamente a acariciale la cara. Sus labios estaban calientes.

– Te prometí que volveríamos a vernos, Julia.

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