Capítulo 16

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Cuando se despertó estaba mareada. Después de unos momentos recordó todo lo ocurrido la noche anterior. Se había dormido llorando. Se movió levemente. Estaba encima del sofá. Ni siquiera recordaba si ella misma había sido capaz de llegar hasta allí. ¿La anciana había cargado con ella entonces? Abrió los ojos. La luz estaba encendida, la puerta de la calle abierta y había una corona de flores sobre la mesa. Camila apareció frente a ella.

– ¡Por fin despertaste! ¿Quieres venir conmigo al pasacalles del Día de Muertos?

Julia se pasó la mano por la cara y tragó saliva. Se sentó en el sofá.

– ¿Dónde está tu abuela?

– Salió a comprar las últimas flores.

– ¿Tienes algo de comer?

Julia odiaba sonar así de borda con la pequeña, pero su cerebro estaba echando humo, y le mandaba órdenes mecánicas.

– Claro.

La pequeña abrió un cajón y sacó de él un bol y una cuchara. Sirvió a Julia leche con cereales.

– Muchas gracias. – la chica trato de sonreír levemente. Metió la cuchara en el bol y devoró el desayuno rápidamente. – Dijiste algo de un desfile.

– ¡Sí! – Camila comenzó a dar pequeños saltitos. – ¡El desfile del Día de Muertos!

– ¿Tan importante es este día para todos?

– ¡Sí! Aún más para mí. Es el único día que puedo ver a papá y mamá.

Aquellas palabras quedaron clavadas en Julia. ¿Camila podía ver fantasmas entonces? ¿O es que aquella festividad mexicana permitía a todos los que la hacían ver a sus difuntos?

– ¿Iremos entonces? – Camila cogió las manos de la muchacha y puso ojitos.

– Pues claro. Pero tendrás que llevarme. Soy de otro país y no conozco este sitio.

La niña sonrió ampliamente. Julia se levantó y se dió un par de golpes en la cara. Recordó de nuevo toda su situación. ¿Tenía sentido ir a un alegre desfile habiendo un fantasma con sed de sangre en su busca? Miró hacia el suelo. ¿Algo de lo que había pasado hasta aquel momento tenía sentido? Iría al desfile.

Salió junto a Camila de la casa. Ella la guió por una serie de callejones hasta alcanzar una gran avenida. El lugar comenzaba a llenarse de gente, en especial familias.

– Julia, ¿me compras un globo? – preguntó Camila levantando la mano y señalando un carro que se acercaba con decenas de productos de fiesta.

– Claro. – contestó y metió la mano en el bolsillo, pero de inmediato rectificó. – Espera... Aquí mi dinero no sirve. Lo siento.

– No importa. Es muy guay traer por primera vez a una amiga al desfile.

La muchacha le acarició la cabeza mientras sonreía. Entonces escuchó música. Tambores. Su sonido se volvía cada vez más atronador, hasta el punto de hacer temblar el suelo. El desfile por fin apareció en el norte de la gran avenida. Julia entendió aquel escándalo. Eran cientos de tambores e instrumentos de metal. Los músicos vestían capas y faldas de los colores del arcoiris, y sobre su cara habían pintado a La Catrina. Tras ellos, un grupo de bailarines con antorchas y cintas, y por último una enorme carroza, en la que se representaba un cráneo cubierto de flores. La gente acompañaba la alegre procesión y  saltaba como loca. Desde luego los mexicanos veían la muerte de otra manera.

Julia quedó embelesada viendo el desfile. Sus ojos se fijaban en cada detalle: la ropa de los bailarines, las flores de la carroza, e incluso el más mínimo desafine en la orquesta. Estaba completamente absorta.

– ¡Julia! ¡Julia! – Camila tiró de su brazo. – Ese hombre está pintando la cara gratis. ¿Podemos ir? – señaló tras ella, en un banco de madera, sobre el que había montado un tenderete con pinturas y toallitas.

– Claro.

Ambas caminaron hacia allí. El hombre, bajito y con un gran bigote, sentó a la pequeña en una silla y comenzó a echarle la base blanca.

– ¿Sabes? – le dijo a Camila – Tengo una hija como tú. – luego miró a Julia. – ¿Sois hermanas?

– No, no. Sólo cuido de ella.

– No eres de aquí, ¿cierto?

– No.

Julia observó como el pincel del hombre dejaba trazos perfectos sobre la piel de Camila. Le rodeó los ojos y el contorno de la cara con negro, y después le dibujó flores.

– Tu turno. – extendió el brazo con el pincel hacia la chica.

– ¿Qué? No... Yo... – Julia miró hacia Camila, quien ya le ponía ojitos. – Está bien.

Se sentó, y miró al maquillador con timidez. La piel se le erizó en contacto con la pintura fría. Cerró los ojos. No supo con certeza cuanto tiempo estuvo así, pero las suaves pinceladas la relajaron. En su caso, el hombre se tomó mucho más tiempo. Finalmente abrió los ojos, para encontrarse con su reflejo en un espejo. Estaba preciosa. Sus ojos estaban rodeados de todo tipo de tonalidades y llevaba purpurina en las mejillas. Nunca antes se había visto tan guapa. Julia sonrió y el hombre retiró el espejo.

– Eres preciosa.

La frase la descolocó. No tenía porque alarmarse. Simplemente era un cumplido. Sin embargo, había escuchado ese tono de voz de algún sitio. Aquella frase no tenía acento mexicano. Entonces el hombre cayó al suelo y  comenzó a retorcerse mientras chillaba. Julia se levantó y cogió a Camila de la mano, dispuesta a salir corriendo. De repente ocurrió. Del cuerpo del hombre, quien quedó tirado en el suelo, salió una masa, una especie de remolino, cuya forma se definió después de unos segundos.

– No... – murmuró Julia. – ¡Tú otra vez no!

Bruno. Estaba de rodillas en el suelo, respirando con dificultad. La posesión también debía de consumirles mucha energía.

Se dispuso a huir, pero Bruno la retuvo por la pierna. Camila la miraba asustada.

– ¿¡Es él!? ¿¡La gente mala es él!?

– ¡Sí! – contestó Julia tratando de contener las lágrimas. Camila veía fantasmas. Intentó liberarse, pero sólo sirvió para que el muchacho consiguiera tirarla al suelo. Chilló y le pegó una patada, sin efecto. Nadie le prestaba atención. Tan solo Camila, quien se alejaba temerosa.

– ¡Vete! – le gritó a la niña. – ¡Y busca a tu abuela!

No entendía exactamente como una anciana ciega y una cría iban a ayudarla a escapar en un fantasma asesino, pero era lo mejor que tenía. Camila obedeció, a la vez que Bruno se colocaba sobre Julia. Retuvo sus piernas con las rodillas y sus muñecas con las manos. No le permitía levantarse del suelo. Ella comenzó a llorar y a patalear.

– ¿¡Por qué, Bruno!? ¡TÚ NO ERES ASÍ!

– Tú no lo entiendes. Tengo que hacer esto.

– ¿¡ÉL QUÉ!?

Bruno apoyó su cara sobre el cuello de Julia.  Entonces, la chica notó como su piel se humedecía. ¿Bruno estaba llorando?

– Lo siento... – murmuró – Tengo que entregarte. O desapareceré para siempre.

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