El Libro

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Dean comió el pedazo de tarta que quedaba como si fuese una especie de premio. Lo disfrutó sobremanera, y por un momento creyó que nunca había probado algo tan delicioso. ¿Sería porque Castiel se lo había cedido? ¿O, mejor dicho, regalado? Un regalo de ese bastardo, sí, cómo no. Y allí estaba, sonriendo como una de esas hormonales adolescentes que lo acosaban. No podía ser tan idiota. Pero esos ojos eran enigmáticos, y las respuestas del castaño lo desconcertaban tanto...Debía ser que hacía muchísimo tiempo que no conocía alguien tan interesante. Sí, eso debía ser.

Se acomodó en la silla, intentando calmarse. Solo unos minutos desde que Castiel ocupase el asiento frente a él, y ya sentía que había pasado una eternidad. Pero él nunca sentía esas cosas. No por un desconocido, no por un sospechoso. Es que la charla había sido tan amena, como si solo fuesen dos personas conociéndose.

Y la cita. Castiel le había propuesto una cita. Supuestamente, para hablar de él, de su pasado. Ese que parecía haber encerrado en una suerte de cofre impenetrable. ¿Será que le daría la llave? No estaba seguro, claro que no. Con Castiel, nunca podía estarlo. Pero la mínima posibilidad lo entusiasmaba. Quizás, con mucha suerte –y paciencia- podría saber algún secreto de ese misterioso chico. Y, para qué ocultarlo: quería saber qué le había pasado para aborrecer tan visceralmente a la policía. Tal vez unos tragos le aflojasen la lengua. Ahora que tenía la oportunidad, tenía que intentarlo.

Su mirada subió y sin darse cuenta miró el reloj de pared. Ya había pasado bastante rato desde que Lisa se había ido, y aunque obviamente no había grabado su conversación con Castiel, Sam podría darse cuenta del bache de tiempo que había. Había terminado la tarta y el café, así que se levantó dispuesto a irse rápidamente. Dejó el dinero correspondiente a su café y comenzó a caminar, cuando una voz lo detuvo.

-Hey chico, te estás olvidando algo.

Volteó extrañado, y un hombre le señalaba la mesa donde había estado sentado. Cuando la recorrió con la vista, encontró a lo que se refería: el libro que Castiel estaba leyendo cuando llegó estaba allí.

-Gracias.

Lo tomó y se dirigió a la salida. ¿Se lo habría realmente olvidado, o era la vieja excusa para asegurar un re encuentro? Con Castiel nunca, nunca podía saberlo. Y eso le gustaba más de la cuenta. Toda su vida había tenido que planificar todo, pues cuidar a su hermano requería organización. Había controlado lo que había podido, medido los riesgos, establecido prioridades. Y eso lo llevaba a tener que predecir, en la medida humana de lo posible, lo que ocurriría después. Así, había aprendido a conocer a las personas con solo una mirada o una charla. Pero allí estaba ese bastardo de hermosos ojos, que no lo dejaba leerlo aún después de varios encuentros. No entendía cómo funcionaban la mente ni el corazón de Castiel, y eso era peligrosamente atrapante.

Cuando se sentó en el Impala le envió un mensaje a Sam para que supiese que estaba yendo, antes de que comenzara a increparlo con la hora. Luego de guardar el celular iba a arrancar el motor, pero no pudo evitar mirar el libro que descansaba sobre el asiento del co piloto. "El profeta y las tablas". Menudo nombre. Aunque ciertamente eso era lo que menos le importaba de aquel objeto. Lo que sí le interesaba era lo que Castiel había dicho al respecto: "Fue un regalo de alguien especial. Así que decidí empezarlo para poder agradecerle apropiadamente".

Y otra vez esa estúpida molestia en el pecho, solo por la idea de que Castiel tuviese alguien especial. Aunque la anciana a la que le alquilaba el departamento había dicho que el oji azul no solía llevar gente a su casa, así que tan especial no debía ser, ¿no? Dean suspiró, sintiéndose una colegiala celosa. Intrigado, tomó el libro y lo abrió. Había una dedicatoria allí, en la primera página, que no dudó en leer.

El asesinato de Anna Milton [Destiel]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora