23. Llaves

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Amanecía, pero la ciudad de Escaris seguía siendo un nido de ratas, y las bestias se niegan a tomar un descanso. Sin perder ni un minuto, pues son muy valiosos, el sabueso salió rumbo a dónde se hallaba Taddeo Fiori.

Ésta vez, fueron los cuatro a verlo, aunque solo Minch entró en la sala de interrogatorio. Taddeo seguía igual, pero algo había cambiado notoriamente en él, quizás su mirada perdida que ocultaba algo.

–Pediste audiencia –dijo Fedora una vez estuvo frente a él –¿Qué ocurre?

El hombre gordo parecía imponente, pero seguía siendo un niño en el cuerpo de un adulto. Pareció meditar la pregunta, hasta que al final habló.

–Mi mamá ha muerto –dijo, entonces Minch supo porqué lo había llamado –ya no tengo nada que ocultar.

–¿Nos dirás para quien trabajas?

–Giovanni es quien recetaba la mercancía, yo cumplía cómo chófer, me pagaban bien, y a cambio yo tenía que conducir sin preguntar ni decir nada –la determinación que demostraba, era algo que Fedora Minch, admiraba –yo tenía que llevar el furgón ha un edificio abandonado, ahí Giovanni era quien hacia la entrega, pero siempre cambiaban la ubicación y la hora. Nunca supe quién era el jefe, pero a Giovanni se le escapó un nombre, en una ocasión.

–¿Cuál era?

–Ulises Petrowitz.

Sin embargo, ni para Minch, ni para sus tres compañeros que se hallaban del otro lado del vidrio observando y escuchando la conversación, les hizo eco aquel nombre.

Había mucho que aún se desconocía.

–Taddeo, quiero que estés tranquilo –pidió Minch –con tus declaraciones, se que podremos seguir mejor ésta investigación, y con la ayuda que nos proporcionaste, solicitaré un salvoconducto, y enviarte a protección a testigos.

–Gracias –y eso fue lo único que dijo.

Minch sabía que el chico no mentía, que había entrado a ese mundo oscuro y pérfido, por una razón especial, pero obviamente, no quería seguir en eso.

♢♢♢

–¿Alguna información acerca de Ulises? –preguntó Fedora con una taza de café cargado en mano.

–Resulta que es un ejemplo modelo –dijo Felicia leyendo un punteado que había hecho ella misma –es un vendedor de antigüedades, tiene mucho clientes acaudalados, también tiene una impecable hoja de vida, es el ciudadano modelo ¿Crees que se haya equivocado?

–Lo dudo –dijo Minch –si Taddeo Fiori escuchó ese nombre, estoy más que seguro que tiene mucho que ver con Giovanni Selere.

–¿Qué sugiere que hagamos? –preguntó Bert.

–Se me ocurre una idea, pero necesito tiempo y de ustedes.

–¿Qué necesitas? –preguntó Hedo.

–Necesito que hablemos con Gina Spencer.

♢♢♢


Saeni Vickers había llegado más temprano de lo usual a su trabajo, quizás era por el hecho de querer estar sola, en un lugar que no fuera su departamento. El mundo estaba cambiando, las bestias estaban asustadas, eso era algo que todos sabían.

Prendió el hervidor de agua, dispuesta a tomarse un té, cuando sintió que alguien se acercaba. Su jefe,  Humberto Undurraga.

–Buenos días jefe –le dijo con su usual amabilidad.

–Buenos días –le devolvió el saludo mientras se sentaba a la mesa
–¿Dormiste bien?

–No mucho, ayer vi una película de terror que me dejó con insomnio toda la noche –se sentó frente a él, y tomó el periódico del día.

–Llegaste más temprano de lo usual –sacó un habano egipcio de su cheleco, y procedió a encenderlo, dejando una gran estela de humo –¿Qué ocurre niña? Has estado rara estos días.

–Soy rara –dijo risueña, mientras seguía ojeando el periódico –no se preocupe jefe, estoy bien.

–Se que escondes algo –El anciano la miró sereno, Saeni dejó el periódico a un lado y le mantuvo la mirada serena –Soy tú jefe, y conozco bien a mis empleados, sé lo que estás haciendo.

–¿Se lo dirá a alguien?

–Pero veo que mis empleados, no me conocen bien a mí –exhaló una gran cantidad de humo, dejando la estancia con un perfumado aroma.

Saeni le mantuvo la mirada, con la misma serenidad con la que había salido por varias noches y días, con la misma con la que había portado el abrigo rojo, con la misma mirada impía con la que había disfrutado hacer justicia.

–Ten –y de su chaleco sacó una llave, que acercó hacia ella –quiero que la tengas, en caso de emergencia.

Saeni la tomó en sus manos, pero seguía sin sonreír, necesitaba saber para qué era la llave.

–Es la llave del cobertizo –le dijo cómo si fuera más que obvio –quiero que la tengas, por si una noche necesitas dónde refugiarte, ahí también hay un teléfono, por si necesitas ayuda.

–No necesita ayudarme, jefe –y aunque trataba de mantener la serenidad, se sentía conmovida por la ayuda del anciano –no quiero meterlo en problemas.

–Nada de eso, Saeni –aspiró con fuerza su habano –ya estoy viejo, no tengo hijos y no tengo familia de sangre, pero tú y Perla y Martín, son como mi familia, y una familia siempre debe protegerse. De todas formas, yo no tengo nada que perder, pero tú, por otro lado, tienes mucho que perder.

–Gracias, jefe –era un gracias de verdad.

–¿Los muchachos no lo saben cierto? –preguntó refiriéndose por Perla y Martín.

–No, ellos no tienen idea, y será mejor si no lo saben –suspiró con pesar –una persona lo supo, y ya falleció. Estoy más que segura que alguien se enteró de que él me ayudaba, o que él encontró una pista grande.

–¿No puedes buscar en sus computadoras? –preguntó Humberto –porque ya no ocupan archivos ¿Cierto?

–Se que él dejó información, pero no la tengo a mi disposición –se lamentó.

De haber llegado antes, habría obtenido la información que el comisario tenía. Sin embargo, no había salido en los diarios desde hace mucho. Un pez gordo se avecinaba, y aunque no era muy difícil ir a buscar a las bestias, había colgado la capa por unos días.

–Eres una chica inteligente, estoy seguro que hallarás lo necesario –Botó la ceniza de su habano en un pequeño vaso –recuerdo que la primera vez que viniste, me sorprendiste en la entrevista. Sabías exactamente como operar en las máquinas, y pese a que nunca habías trabajado con ellas.

–Siempre fui buena para aprender rápido –dejó la poca serenidad que le quedaba –recuerdo que mientras los otros niños jugaban, yo siempre quería aprender más, mi mamá siempre me pedía que saliera a jugar con los otros niños, pero a mí no me interesaba. Admito que aquí, con ustedes, fue la primera vez que comencé a socializar.

–¿Puedo preguntar, por qué el nombre?

–Es una historia triste, y hoy es un bonito día, cómo para hablar de él –el inequívoco sonido que el hervidor al fin había hervido, hizo despertar a ambos.

–¿Ya desayunaste? –preguntó de repente, cómo si lo anterior nunca hubiera sucedido.


La Bestia de la CalleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora