Emily Tate caminaba sin rumbo; se había topado con el comisario que llevaba "su caso". Uno de los miles que pensaba que podría atraparla. También había sido compañero de Benito Longhborn, lo cual sumaba puntos para atraparla. Lo de Benito había sido pura coincidencia, gracias al cielo él pensaba como ella y se habían hecho aliados, esa era otra muerte que debía vengar. El hombre había sido asesinado por haberla ayudado, Benito había estado más cerca de la verdad que cualquier otro.
Entró en una esquina y en cuánto supo que no había nadie más que unos gatos callejeros, se quitó la peluca negra y el vestido de noche y los botó en un contenedor que había ahí. De su bolso sacó ropa adecuada para la fría noche de Escaris y se preguntó acerca de la chica que había conocido en el bar y luego había sido llevada a la jaula. Gracias a las cámaras en el teatro Aggelos podía darle cara a quienes habían ido a atraparla, con quienes había conversado.
Fedora Minch y Meg Heddo, así se llamaban los polis que querían atraparla. Emily estaba segura que podrían hacerlo, pero aún faltaba mucho para eso.
Aquella noche había sido para ingresar a la jaula, pero además tenía concertada otra cita. Caminó por varias calles, hasta que finalmente dio con el edificio. Estaba a mal traer y se notaba a leguas que no le habían hecho mantenimiento en años al gigante de concreto. Emily ingresó sin problema, podía oír el ruido de música estridente de un departamento y gritos de otro. Los pasillos estaban sucios y las luces del pasillo titilaban cada treinta segundos. En cuanto llegó al quinto piso, se paró frente a la puerta café con el número "58" en la parte de arriba. Esperó a que la música del otro departamento subiera de intensidad, pues la conocía bien. Entonces dio una patada certera en el cerrojo y ningún vecino salió a mirar. Ingresó con cautela, pero el hedor a fármacos y humedad le hicieron ponerse en alerta. No le gustaba ese olor.
Las luces estaban apagadas y lo único que dejaba entre ver la estancia era una vieja televisión con estática que rechinaba de manera estridente, frente a esta había un gran sillón. Emily lo rodeó y pudo ver al monstruo que había sentado en él. Tenía una pesada y mohosa manta sobre sus piernas, sus manos estaban cadavéricas, sus brazos no eran más que un par de huesos sin rastros de carne de donde había agujas por los que pasaban suero cada tres minutos con analgésicos.
Los ojos del hombre no eran más que un par de cuencas oscuras, desde donde se podía ver el azul cristal de sus ojos, lo único hermoso que había en él. El hombre tosió y pareció darse cuenta que ya no estaba solo.
–Llegas tarde –dijo a modo de saludo –si piensas matarme, déjame decirte que ya estoy muerto.
–Hiciste demasiado daño –Emily tenía esa voz profunda y oscura, ella misma era la diosa de la muerte encarnada –ya es hora de pagar por todo lo que hiciste.
El hombre comenzó a carcajearse hasta que fue detenido por un ataque de tos.
–No eres la primera que viene con intenciones de hacerme pagar –movió sus manos y un fétido hedor acudió a la sala –lamento decirte que me iré de este mundo sin tener que pagar nada, las disfruté haciéndolas gritar, fue muy entretenido probar su bendita virginidad, pero ni pienses que me voy a disculpar por lo que les hice, ni aún muerto lo haré.
El hombre comenzó a toser cada vez más hasta que finalmente escupió sangre.
–Oh...cuanto lo disfruté –entonces dejó de respirar y Emily sintió su rabia hervir. Un malnacido había muerto sin haber pagado el daño y horror cometidos.
No era justo que esos monstruos vivieran en paz, no lo merecían. Hacían daño y destruían vidas de manera permanentes, al final solo eran bestias insaciables. ¿Cuántas se habían suicidado porque su violador estaba en libertad y ellas jamás podrían olvidar la bestialidad con que las habían tratado? ¿Cuántas serían juzgadas por la sociedad en algo que ellas no tenían culpa? Era demasiado injusto.
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La Bestia de la Calle
Misterio / SuspensoLa ciudad de Escaris, es una ciudad cosmopolita que nunca duerme, con una población que va en aumento. Pero las noches no son seguras, al menos no para los violadores y asesinos. El investigador Fedora Minch y su inexperto compañero, Bert Linker, bu...