Capitulo XXVI

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Yui POV

Tal vez deberíamos rendirnos.

Solté un suspiro al vacío. Inmediatamente, un agudo dolor golpeó mi cabeza.

Tenía la cabeza y los brazos vendados, la tela cubriendo mi piel cual manta a recién nacido. En vez de ser blancas estaban rojas por mi sangre, y en vez de estar sujetas por alfileres o sujetadores, no estaban más que amarradas torpemente. Aún así mantenían mi cortada piel aislada de todo y eso reconfortaba mi dolor, que iba desapareciendo poco a poco.

Tal vez así no morirá uno, sino todos.

Me recosté sobre el asiento con forma de trono en el cual había despertado y cerré los ojos. Me reconfortaba una vieja habitación que al parecer los hermanos habían arreglado para que hiciera de estudio, ya que habían mil y un libros hasta donde alcanzaba la mirada; la mayoría estaban llenos de polvo y este brillaba bajo la luz de un viejo candelabro de metal. Sentí la tela de la silla querer abrazarme, y yo le devolví el gesto al pasar la yema de mis dedos por esta lentamente.

Había despertado hacía unos minutos. Estaba sola, adolorida y hasta enferma - podrida por dentro, con la mente llena de mierda y miles de dudas carcomiendo mi alguna vez pura piel. Tanta presión me estaba volviendo loca.

Moriremos todos e iremos juntos al infierno. Así no estaremos solos.

Solté una risa diminuta y sin razón mientras intentaba levantarme. Sentía los brazos pesados y se balanceaban torpemente a ambos lados de mi cuerpo mientras iba dando unos pasos solo para caer en otro sillón más grande y redondo. Me coloqué en posición fetal y dejé que mis párpados se cerraran lentamente.

Nos dejamos caer... y así no estaremos solos. Nunca. Jamás.

Había perdido todo. Absolutamente todo. El latir de mi corazón, mi familia, mi nombre, mi rostro. Todo se había perdido en el aire y no regresaría, ya que para alguien que tanto ha pecado y tiene tanto más que pecar no existe el perdón. Y eso era yo: una pecadora que alguna vez le había dado todo a la iglesia.

Padre se llevó mi nombre.

Mi rostro fue arrebatado por Cordelia.

El destino me robó mi familia.

Y los Sakamaki me quitaron el latir de mi corazón.

¿Y qué me quedaba? Un frágil cuerpo de ojos rosados ya opacados por la falta de vida. Cada gota de sangre que había visto los pudrían, y cada chillido agonizante parecía querer arrancármelos del rostro. Mi cabello ya estaba seco y muerto, mi piel delicada cual papel y mis labios carecían de brillo alguno. 

Había visto al mundo caer ante mis ojos. A mis seres queridos dar su último aliento. 

Era mi fin. Ya no había escapatoria. Nadie lograría sacarme de tal infierno al que se le llama "ser vampiro".

En ese momento se abrió la puerta con un crujido. Mantuve los ojos cerrados, de los cuales escapaban lágrimas silenciosas, mientras pasos llenaban la habitación. Con suerte, sería quien la muerte había mandado para mí.

Sí, hay un poema que leía eso: Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Pero, de repente, sentí un calor sobre mi mano. Como si algo las envolviera por sobre las vendas de las heridas, o si alguien deseara frente a los ojos celestiales que la sangre dejara de fluir por fuera mi cuerpo. Un reguardo, una caricia; quien madre alguna vez ha tenido entenderá lo que sentí en ese momento. Pues perdida estaba, sola, desamparada, pero ese calor me guiaba por el pesar de mi sendero.

Pesadillas e Ilusiones [Secuela de Soñando con un Final Feliz]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora