PREFACIO

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Cygnus se pasó una mano por la frente para quitarse el sudor que le caía en los ojos y siguió trabajando.

El atardecer hacía rato que había pasado, y el cielo era entonces de un profundo color negro, salpicado por millones y millones de lejanas estrellas brillantes. Cygnus levantó la mirada y la posó en esa constelación con forma de cisne que le daba su nombre, y masculló una oración en voz baja antes de volver a amontonar la paja hasta poder atarla adecuadamente para luego llevarla con mayor facilidad hasta el corral donde dormía el ganado. Su madre había sido quien le había inculcado la costumbre de rezar a las Estrellas antes de llevar a cabo cualquier cosa; decía que eso traía suerte, y que las Estrellas estarían más atentas para ayudarle en cuanto lo necesitara. Cygnus tragó saliva e intentó vislumbrar en la oscuridad, cada vez más espesa. Su padre le había dicho centenas de veces que nunca saliera de casa después del anochecer, pero Cygnus quería acabar con su tarea antes de irse a dormir. Se sabía que los ladrones abundaban por aquellas tierras, y sobre todo durante la dura crisis por la que el Imperio Estelar estaba pasando desde hacía años. El niño no quería que el trigo que tanto le había costado sembrar y cosechar fuera robado por unos malhechores que tan solo pasaban por ahí, y más todavía presagiando la oleada de escasez que se avecinaba con rapidez.

El Imperio Estelar pasaba por una cruel etapa. Con sus campos yermos y sus extensos desiertos de hambre y muerte, conseguir alimento era una ardua tarea que pocos lograban llevar a cabo. Universum, el Rey del Imperio Estelar, había ideado diversas medidas para intentar cambiar la situación, pero ninguna había surtido el mínimo efecto. Cygnus se estremeció al pensar en el gobernador. El solo pronunciar su nombre le daba escalofríos, imperceptibles temblores de terror que recorrían su delgado cuerpo. Universum —por lo que había oído, todas historias susurradas al oído—, era un ser malvado y vil, lleno de rencor y avaricia. Algunos decían que no era humano, sino un monstruo que las Estrellas habían creado sin darse cuenta. Cygnus estaba de acuerdo con eso: ningún ser normal sería capaz de sobrevivir cientos y cientos de años y seguir siendo igual de joven que el día que se hizo con el trono.

El niño terminó con la última alpaca y se dejó caer de rodillas sobre el suelo, soltando un suspiro de satisfacción y agotamiento. Solo había pasado media hora después de que el sol se escondiera, mucho tiempo menos del que el muchacho se imaginó que tardaría en amontonar toda la paja. Ahora solo tenía que llevar la alpaca hasta la pequeña cabaña al otro lado del camino y guardarla en el establo. La débil luz que escapaba por las rendijas de la casa alumbraba levemente la noche, guiando el camino de Cygnus. Ahora su madre estaría preparando la cena y su padre ayudando al bebé a bañarse, que siempre intentaba escaquearse, pero que nunca lograba hacerlo. Su hermana estaría leyendo un libro junto a la chimenea, y su primo, que había ido a vivir con ellos poco después de que murieran sus padres, seguramente estaría pintando algo en las paredes del salón, llenando con su arte abstracto las habitaciones de su hogar. Cygnus sonrió mientras arrastraba la pesada alpaca, mientras se formaba en su mente aquella maravillosa escena familiar, mientras volvía a rezarle a las Estrellas que le dieran fuerza para llegar cuanto antes.

Pero entonces alguien le empujó.

Cygnus calló de golpe al embarrado suelo, y la alpaca salió volando por los aires. El chico respiró hondo y trató de levantarse, pero una mano se posó con fuerza sobre su espalda y le aprisionó contra la tierra.

—¡Socorro! —gritó mientras se debatía sin resultado alguno. La mano se hundía entre sus omóplatos, dejándole sin respiración—. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Socorro!

—Cállate —susurró entonces una voz mientras empujaba su cabeza contra el barro. Cygnus se quedó congelado en el sitio, paralizado de miedo—. Vuelve a gritar y todo será peor, chico.

La Recolectora {Las Minas de Cornug #1}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora