CUATRO

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A Lyra no le importaba que Hydra se hubiera pasado todo el camino de vuelta a casa quejándose.

No le importaba que su hermana se hubiera metido con ella varias veces, que le hubiera dicho que estaba atontada y que parecía que se había tomado una de las hierbas tranquilizantes que su madre utilizaba para los dolores, esas que te duermen todo el cuerpo y te dejan una expresión de felicidad ida durante horas. Tampoco le importaba que la hubiese acusado de hacer algo completamente indecente al ver su vestido blanco manchado con algunas gotas de sangre; que le siseara en voz baja palabras que Lyra, en el fondo, se alegró de no entender. No le importaba nada de eso.

Lyra estaba demasiado eufórica para responder a los ataques verbales de su hermana mayor.

Ambas jóvenes giraron por el camino de grava, y a lo lejos Lyra pudo distinguir la silueta de su granja. Era noche cerrada, —más cerca del amanecer de lo que ninguna de las dos se imaginaba— y no había nada en el camino que las guiara. Por suerte, Lyra se sabía el recorrido de memoria, y prefería la silenciosa presencia de las estrellas al chisporroteante sonido del fuego al arder en un farolillo. Le gustaba la oscuridad. Le gustaba la quietud.

Se sentía segura en ellas.

Hydra entró primero en la granja. Lyra la siguió por la entrada de grava, sorteando el granero y el establo, avanzando a ciegas hasta la puerta trasera que llevaba al campo. La chica no sabía dónde había estado Hydra durante el Festival; si se había ido con sus amigos, con un novio potencial o simplemente se había escondido en algún apartado lugar y había continuado con su inagotable lectura. Estaba claro que no tenían el tipo de relación en la que la confianza predominaba sobre todo lo demás: Hydra no le preguntaba nada a Lyra y viceversa. Ninguna sabía nada más de la otra excepto lo esencial. Y a pesar de que la más joven de las dos había intentado cambiar esa situación, no lo había conseguido en los diecinueve años que llevaba viviendo con Hydra.

—¿Por qué Taurus no ha podido cerrar la puerta antes de irse a la cama? —masculló Hydra en voz baja. Hizo una mueca en la que enseñó los dientes, brillantes perlas que se iluminaron en la noche—. ¿O Auriga? ¿Tanto les cuesta? Siempre hacen lo mismo. Esta es su estúpida granja, por el amor de las Estrellas, que se ocupen ellos de ella.

Lyra se adelantó a su hermana y negó con la cabeza.

—Si acabamos con esto pronto —dijo con cansancio, acercándose a la valla—, podrás irte a dormir de una vez por todas.

Hydra bufó.

—No, no podré —empujó a Lyra a un lado y cerró la cerca de un golpe. La luz de las estrellas refulgió en sus ojos marrones—. Porque tendré que compartir cama contigo y con Andrómeda, y es imposible dormir en paz con ese saco de ronquidos y gases nocturnos pegándome patadas durante toda la noche.

—¡Hydra! —Lyra abrió los ojos de golpe—. ¿Te estás dando cuenta de lo que estás diciendo? ¡Andrómeda es tu hermana pequeña! ¡Yo soy tu hermana! ¡No eres capaz de llamar a nuestros padres "mamá" y "papá"! ¿Por qué eres así?

Hydra miró al suelo, y con dos rápidos pasos se acercó a un tramo de la valla que estaba a unos metros de la puerta. Se agachó junto a ella y tanteó la vieja madera con sus esbeltos y largos dedos. Maldijo en voz baja.

Lyra siguió gritando.

—¿Por qué no nos aguantas? Siempre que te preguntamos si quieres hacer algo con nosotras, ¡tú huyes! ¡¿Por qué?!

—Por la Madre Estrella —farfulló Hydra poniéndose en pie. Se remangó el vestido rojo de Auriga y saltó la valla—. La cerca está rota. Las ovejas se habrán escapado, joder.

La Recolectora {Las Minas de Cornug #1}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora