DOCE

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Lyra no había sabido nada de Fornax, Perseo y Cráter en todo el día.

Nada más levantarse había encontrado varias hogazas de pan escondidas en la pequeña área donde dormía, aunque mucha menos cantidad que normalmente; eso quería decir —entre líneas— que ni la mujer ni los otros dos chicos querían que se acercase a su habitación. Lyra pilló la indirecta velozmente, cumpliendo su advertencia con un poco de alivio y consuelo. No estaba segura de querer ver a Fornax de nuevo, no después de la conversación que habían tenido anoche. Lo que sí que era indudable era que estaba preocupada por Cráter: no sabía si el muchacho había vuelto o si estaba herido; si le habían pillado o si simplemente estaba bien. Después del primer turno de trabajo ocurrió lo mismo: Lyra se zampó su comida en silencio, observando cómo el resto de recolectores se peleaban entre ellos por unas míseras migas, sin tener noticia alguna de su protectora.

Aquella tarde no tocaban duchas, por lo que volvieron directamente de El Túnel a La Guarida al terminar la jornada. Pero, a pesar de que eso era lo que hacían todos los días, a Lyra le resultó extraño. Se mascaba una especie de tensión entre los guardias que les custodiaban, una tensión que les sumergía en una burbuja de intranquilidad que se rompió nada más llegar a La Guarida y escapar de las miradas nerviosas de los soldados, de sus movimientos rígidos e irritables humores.

Algo estaba pasando. Lyra, en un primer momento, pensó que se debía al paseo nocturno de Cráter y a la apropiación de ese extraño objeto —la chica apostaba lo que fuera a que era robado— que Fornax no le dejó ver, pero después de observar los rostros intranquilos e inquietos de los soldados —tanto de los capataces como de los guardias y vigilantes— llegó a la conclusión de que no podía ser por eso. Era por algo mayor, algo mucho más importante.

Algo que tal vez estuviera directamente relacionado con los supuestos supervisores que les controlaban.

La horrible campana que marcaba el inicio de la cena retumbó por toda La Guardia, y decenas de recolectores corrieron a agruparse bajo el conducto desde el cual descendería la comida. Lyra avanzó hacia su esquina, rebuscando con la mirada entre varias rocas para encontrar su pequeño pero apetitoso consuelo. No estaba. La chica se encogió de hombros secamente, haciendo una mueca mientras se giraba y echaba a andar hacia el interior de La Guarida, esquivando a los recolectores que se interponían en su camino.

Por fin Fornax quería verla.

Lyra se metió en uno de los pasillos que llevaban a las habitaciones individuales, y no pudo evitar apartar la mirada de un grupo de críos que charlaban en el suelo, haciendo dibujos con los dedos en la arenilla negra y áspera. Lyra, escuchando una conversación en las duchas, se había enterado de lo que hacían los niños en las Minas. A pesar de pertenecer a un grupo de recolectores integrado mayoritariamente por adultos, no trabajaban en El Túnel con ellos. Los niños menores de diez años eran llevados a Los Canales: miles de estrechos conductos que partían de las áreas más recientes de las distintas Alas, miles de conductos que, en algunos casos, no tenían salida. Engatusaban a los niños con diferentes premios —como apetitosas golosinas o algún que otro juguete extravagante— y les obligaban a meterse en Los Canales y buscar nuevos núcleos de tyrannus para construir un futuro Túnel y aumentar así la producción del codiciado mineral. Muchos de ellos se perdían y no lograban volver. Lyra apretó la mandíbula, sintiendo que su sangre ardía al pensar en aquel horror que nadie juzgaba. Cuando saliera de allí, esa sería una de las primeras cosas que destruiría: Los Canales.

«Los Canales», pensó con amargura. Escupió al suelo y siguió caminando. «El Túnel, Las Guaridas. Casiopea, Libra, Corvus, Draco, Cygnus...».

«Todo. Destruiré absolutamente todo».

Lyra llegó a la habitación de Fornax y entró. Estaba como siempre: decenas de cajas se repartían por el suelo, algunas tapadas y otras no. Fornax estaba sentada sobre una de ellas, fumándose un cigarrillo, exhalando con gusto el humo grisáceo que le envolvía el curtido rostro. Perseo estaba inclinado sobre una especie de mesilla, dándole la espalda a la chica. Después de varias semanas con su compañía, Lyra se había dado cuenta de que el recolector no era muy hablador. Siempre se mantenía al margen, inmerso en algo que ninguno de los demás entendía, ajeno a sus miradas interrogantes y muecas curiosas. Cráter estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, despeinándose el pelo blanquecino con la mano. Lyra le vio y avanzó hacia él, arrodillándose a su lado.

La Recolectora {Las Minas de Cornug #1}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora