LI. El Descenso

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«La tragedia de Macbeth» una obra literaria escrita hace ya más de cuatrocientos años era leída por la doctora Andrea Cartman, uno de los pocos libros que encontró perdido en las instalaciones del Refugio. La mujer se encontraba sentada, cruzada de piernas mientras sostenía el encuadernado sobre su regazo y sus ojos se le movían de un lado a otro mediante la lectura. La doctora se encontraba sumamente concentrada en el drama de cómo la ambición en busca del poder podía hacer mucho daño, tanto físico como psicológico y mental, tan así que influía directa o indirectamente en terceros; era tal su ensimismamiento que únicamente se escuchaba el ligero chasquido al cambiar las hojas del libro. Parecía que llevaba horas metida en el drama que no se percataba de lo que sucedía en las afueras de la enfermería. Ni con sus amigos, ni con los Jinetes, ni con los radioactivos.

La noche era fresca y una calma dominaba desde hace más de doce horas, arriba sobre los tejados se hallaba Emily Durkheim mirando el horizonte boscoso, más allá de las puntas de los pinos, observaba un pequeño e insignificante destello de luz, a lo que ella asociaba era la gran ciudad de Kiev. En su mente pasaban miles de cálculos y todos coincidían en que se encontraban cerca «muy cerca» de la capital. O eso quería creer. Se removió unos mechones rubios de la frente y soltó un lánguido suspiro. A su lado, se hallaba Max, el delgado hombre golpeaba rítmicamente el suelo con la punta de los tenis, haciendo una melodía curiosa, en su mente sonaba «The Arrow Killed The Beast» tarareándole el coro. Miraba el campo, tan tranquilo y quieto que daba escalofríos. Parecía una vida sencilla. Un momento mágico y a la vez tenebroso. De igual manera, ellos ignoraban lo que sucedía en los alrededores del Refugio, con sus amigos, con los Jinetes y con los radioactivos.

La brisa soplaba levemente y se escuchaba uno que otro gruñido entre los árboles. Nelly Cervantes miraba la luna menguante acompañada de un cinturón de estrellas que se extendían de forma aleatoria sobre el cielo, observaba una noche brillante entre un tono púrpura y azul, se imaginaba lo hermoso que era, sin saber que eran las partículas radioactivas que flotaban en los aires haciendo daño. La chica sollozaba mientras una nube de recuerdos le cubrían la mente, lo que le llevó a preguntarse dónde estaría Brad en esos momentos o si estaría vivo. O si estuviese pensando en ella. O si realmente le quería. ¿Y Brad la quería? Tal vez sí, pero ¿lo suficiente como para vagar por la zona de alienación para encontrarla? Tal vez no. Bufó. Y las lágrimas se prolongaban. Ahora mismo deseaba volver a casa. Ver a su madre. A su padre. ¿Algún día los volvería a ver? ¿Y a Brad? ¿Lograría salir de Ucrania con vida? Esas preguntas le agobiaban. Le atormentaban. Y sollozaba.

Dentro de las instalaciones del Refugio, en la sala de junta, Demyan se mordía las uñas de los nervios, miraba fijamente la radio que descansaba sobre la mesa. Esperaba ansioso una señal de sus compañeros. Solamente oía la estática de la radio resaltar esporádicamente por unos segundos. Y eso le ponía más nervioso. Mascullaba para sí. Observaba, por enésima ocasión, si su arma estaba cargada. Y miraba de nuevo la radio. Como si le rezara para que emitiera alguna señal de vida. Y justo en ese momento ingresó Jenna Hamilton de manera abrupta. Se detuvo en el umbral y observó a su compañero sentado y desgastándose las uñas de los nervios. Demyan, al mirarla, lanzó una sonrisa sincera.

—Ya vienen. —avisó con certeza. Demyan se destensó por un momento. Y cogió su arma. Listo para recibir a sus compañeros.

El agua caía sobre el rostro de Taras, el joven apenas se recuperaba de su ataque de histeria y esa ducha le ayudó a pensar y a librarse de aquella psicopatología, del nerviosismo y de la culpa que le invadía. De pronto sintió un mareo inexplicable, se sostuvo de las resbalosas paredes y notó que, de sus orificios nasales escurría sangre.

—¡Mierda! —berreó.

El miedo lo dominó cuando comenzó a hiperventilar. Sus manos y piernas temblaban como gelatinas, desesperado. El agua, teñida de rojo, seguía corriendo y el miedo le aturdía los pensamientos. Un escalofrío electrizante lo paralizó. Le zumbaban los oídos y le palpitaba la frente. «¿Qué hice? ¿Qué haré ahora?» Pensaba con desesperación. Se lamentaba.

Radioactivos III: Radiación.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora