IV

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Parte a la dependencia del alcohol se lo debía a su madre, la otra a su nostalgia. Se supo efímera cuando la primera embriaguez la solicitó y, actuando como algunos ebrios lo hacen, lloró.

Esa noche la recordaba porque fue el día más trágico. Aún tenía el sabor óxido de la sangre en su boca y su cuerpo conservaba las cicatrices, pero no fueron esas señales lo que la condujeron al recuerdo, sino la aparición de las primeras palabras cargadas con la veracidad propia de su definición: «Te odio» había dicho su madre, y no es que ella no lo haya sabido con anterioridad, sino que, en ese momento, algo había culminado.

Primero pensó que fue el manejo de su ignorancia elegida para no saber, no entender y no oír y que, hasta ese momento, quiso aplicar. Luego, la joven, consideró ese día como la pérdida absoluta de su inocencia y no solo lloró por ese arrebato lapidario, sino que también se embriagó.

A partir de allí entendió la difícil tarea que estaba haciendo a diario para intentar contemplar con ojo analítico cada una de las manifestaciones que los demás desplegaban, pero, al fin y al cabo, de nada le servía cuando no podía relacionarse debidamente con las personas.

Solo tenía nueve años cuando comenzó con las primeras ingestas. Primero fue un poco de cerveza que nublaba su juicio de niña logrando que llore hasta caer dormida despertando por su propio vómito, pero luego se incrementó el peligro al descubrir que su madre solía tomar unas píldoras que solían calmarla. Fue cuando devino el desastre: las largas ausencias de su cuerpo en el salón de clases, sus respuestas erráticas, sus hematomas y su delgadez alertaron a los docentes.

Estuvo en un hogar para menores por dos años y la falta de narcotizantes para nublar su juicio dio inicio a las fobias. Su madre solía visitarla todas las semanas, luego se enteró de que era una de las tantas condiciones si quería seguir cobrando la seguridad social.

Cada jueves ambas debían sentarse en una pequeña mesa redonda a charlar de porvenires buenos y juegos. Lógicamente, todo quedó en el aire. Theodora a esa edad sabía que eran promesas disparatadas, pero amaba ver entrar a su madre con sus jeans rasgados y su cabello rubio alzado en una alta coleta. Amaba verla morderse las uñas por la falta de un cigarrillo que alivianaría la obligación, y hasta llegó a amar la forma que la miraba porque era la única que lo hacía. La identificaba como alguien, no como algo. Le daban identidad y un valor, aunque fuera malo. Su madre la odiaba, pero al menos recibía algo.

Hasta ese momento no fue vista por nadie; los profesores, psicólogos, médicos y asistentes sociales solo se sentaban tras un enorme escritorio, le leían papeles con voz mecánica que ella no entendía y la despedían del habitáculo con una fingida sonrisa. Sus miradas eran erráticas y colapsadas. Entendió luego que tenían muchos rostros que mirar en el día y eso resulta agotador. Pero su madre no. Su madre la miraba, tan detenidamente que incluso la hacía sentir desnuda.

Theodora solía contemplarla mientras Susan reproducía palabras que a veces no entendía, pero sabía que eran malas. Los ojos de su madre se detenían implacablemente en su rostro y esos ojos celestes, como los suyos, se volvían océanos voraces. Querían ahogarla y lo lograban.

La niña no presentó mejorías, sino que se volvió taciturna y poco comunicativa. De todos modos, permitieron que vuelva con su madre: el sistema estaba colapsado y ella no presentaba ningún indicio de que su vida fuera a correr peligro. O el sistema es lo que quiso ver.

De todos modos, una mujer, luego se enteraría de qué era asistente social, iba a verla con regularidad. Hablaba con ella por unos quince minutos recordándole los buenos modales, el comportamiento calmo, la eliminación del grito y, literalmente, de los caprichos. De adolescente entendió que a ella la trataron por rebeldía producto de la separación de sus progenitores y no por abuso psicológico, verbal y físico de parte de su madre.

Estimada confusión (Parte I )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora