XXIV

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Ahí estaba, la verdad sin mácula ni algún tipo de impedimento: la moral creando una brecha enorme en los conceptos de Anthony y entendiendo por qué, su ética, necesitaba una revisión de conceptos. A pesar de todo, de saber que su musa era en extremo joven, de que él representaba poderío académico ante ella y que la rigurosidad de su estilo de vida y creencias jamás hubieran considerado el hecho, a pesar de eso, se preguntó si, quizá, no podrían intentarlo.

Portando una mascarada seria, ejecutada y practicada de años, la observó en esos breves segundos con la esperanza de que las circunstancias no fueran ciertas. Pero como siempre, se rindió en el momento exacto en que la expresión de Theodora cambió de la sorpresa al terror. Él no quería imponer miedo en nadie, mucho menos en ella, pero sabiendo las diferencias contextuales entendió que era lo socialmente obvio. Porque a pesar de que su musa era una joven brillante, los conceptos que la construían estaban tan desbaratados, irregulares y debilitados que, sin duda, la perjudicarían.

Soltando un suspiro, el licenciado se revolvió el cabello mientras corría la mirada de ella.

—Nos volvemos a ver, señorita Anderson. Tome asiento, por favor —pidió amablemente de pie tras el escritorio señalándole la confortable silla confidente.

Theodora, petrificada, no pudo moverse debido a la impresión que le causó. Estaba jodida, pensó. Una caterva de insultos la asaltaron seguida de la incapacidad de hablar. La joven no entendía cómo un sujeto podía ser tan maldito y pedante para hacerla pasar por semejante situación vergonzosa. ¿Le recriminaría el hecho que la haya ocultado una verdad tan importante? ¿Se disculparía él? ¿La presionaría allí, en el colegio, para que firmara? Las incógnitas eran tan variantes y con diferente tenor que no consideró en ningún momento la más evidente de las razones.

La joven tenía tanto remordimiento en su actuar que sus pensamientos estaban solo dirigidos a todo el mal que había hecho con él desde el principio y, aunque era un tanto reticente a aceptarlo con énfasis, debía también culparlo a él por haberle ocultado información que, según su percepción, modificaban muchas cosas. Sobre todo, Theodora estaba dolida o despechada, no sabía reconocer qué era, pero la actitud de él en los últimos días había opacado de manera conveniente su culpa.

El licenciado contemplaba a su musa que, con una expresión de espanto, aprisionaba el picaporte de la puerta y, cuando detectó que estaba por marcharse, su enfado apareció.

—No lo intentes. Siéntate. —Volvió a repetir.

La joven se sobresaltó por su tono frío y, tragando con fuerza, se sumergió a la oficina, temerosa, cerrando despacio la puerta. Apretó con fuerza las tiras de su mochila y se miró sus pies pensando que sería muy reconfortante morir en ese momento para no tener que enfrentar semejante vergüenza.

Anthony frunció el cejo al verla tan desastrosa y estaba a punto de preguntarle qué le había pasado cuando se recordó la prudencia al estar en el lugar que los acogía.

—Bien —dijo en cuanto ella se sentó lentamente en la punta de la silla dispuesta a salir corriendo en cuanto tuviera oportunidad—. ¿Sabes por qué estás aquí, Theodora? —inquirió.

—Por haberte aventado café en la mañana —tanteó sin mirarlo. El cabello rojo caía a cascadas sobre los lados de su rostro y ocultaba su expresión, algo que a Anthony le molestó porque no le gustaba verla cohibida por un asunto de poder.

—No tiene nada que ver con nuestros conflictos personales —aclaró.

—¿Ah, no? —inquirió rápido mirándolo realmente sorprendida. Los ojos azules de la joven no se apartaron de los suyos y Anthony tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no recordar en ese momento su expresión de goce en pleno orgasmo.

Estimada confusión (Parte I )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora