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La culposa ambigüedad desbarató con solidez y acierto la tarea finita de catapultarse a su más insana proclama que la conducían a mover su cuerpo a lugares no pertenecientes. Esa ambigüedad, donde preponderó la razón, la llevó a dejarse caer en el asiento al entender que él, una vez más, estaba ajeno, lejos, inalcanzable y, brutalmente, azotado por el juicio intrínseco que creó.

Observó con parsimonia como el recinto era desusado por jóvenes codiciosos de saberes y entregados al tribal ritual de reunión donde, seguramente, compartirían risas y charlas magistrales. Soltando el soplo, se advirtió ajena a todo y aquello le dificultó tanto la noción en la que estaba sumida que lágrimas preponderantes incordiaron sus huestes conceptuales sabiéndose una marginada. Fue entonces que se encontró perdida entre la muchedumbre, no pudiendo ni siquiera acaparar algún sitio donde fuera cobijada con verdadero afán de salvaguardarla: la soledad devino y, con ella, la absoluta idea de un indicio de irracionalidad.

Contuvo la mueca que acaparó su perfil y, restando importancia a aquel absoluto, se obligó a contemplar al ser que despertaba su sentido analítico hacia sí misma que tanto temía. Con una sonrisa tensa que derrocaba caminos empedrados y magullados de la tristeza, Theodora apreció el momento exacto en que él reparó en ella por escasos segundos, pues pronto su atención fue acaparada por personas que, fácilmente, a ella la destronarían.

Un hombre de apariencia ladina se posicionó a su diestra, separándolos exactamente tres butacas. Algo en su expresión hizo que la joven lo mirara brevemente, pero al reparar que la estaba contemplando, apartó la mirada martirizada. Se mordió el labio por inercia y alzando sus ojos contempló que aun Anthony estaba en plena charla con personas, seguramente, académicas.

—Y aquí estamos —profirió el hombre haciéndola sobresaltar. La pelirroja de inmediato lo miró incógnita—. Nuestras citas han decidido hacernos esperar —aclaró con la vista clavada en una alta mujer que, riendo, conversaba junto con Anthony y las demás personas.

—No estoy esperando a nadie —espetó a la defensiva y molesta por solo quedar reducida a una mujer que observa parcialmente una escena que siempre le será ajena. Avergonzada por eso, carraspeó mientras se preparaba para irse.

—Me disculpo por suponer —enfatizó aun sin mirarla. Theodora no respondió, puesto que, ante la mentira que antes proclamó, lo mejor era el silencio—. Están ofreciendo vino tinto, ¿le apetece una copa o ya debe irse? —ofreció.

—El vino suena bien —aceptó. El hombre se puso de pie, indiferente a la mirada fría que un licenciado le dedicaba, y, con elocuencia, guio a la joven mujer por la sala casi vacía hasta el recibidor.

Theodora se sorprendió al encontrarla repleta y con charlas fluidas repartidas por todas partes. Alcanzó a ver a Dereck que caminaba de un lado a otro con papeles y bolígrafo, y frunció el cejo preguntándose qué estaría haciendo. Pronto estuvieron ante una mesa repleta de bocadillos salados y dulces, pero la joven, al aún estar sintiéndose incómoda, pues sabía que ese lugar no era apto para alguien como ella, se mostró reticente a tomar algo. Aunque pronto el hombre rubio tomó un platillo llenándolo con variedades y, tomando una copa, le tendió ambos.

—No sé cuál es su preferido —masculló haciendo un gesto atractivo con la boca mientras observaba la comida.

—Es demasiado —concluyó aceptando ambas ofrendas mientras se dejaba guiar a otro extremo—. ¿Usted trabaja en la universidad? —inquirió bebiendo un sorbo del exquisito vino seco que, en su paladar, bailó con gracia.

—¡Oh, no! —exclamó riendo—. Soy reportero, trabajo para Senssacional. —A la joven la expresión se le descompuso y, con mano temblante, dejó la copa sobre la superficie.

Estimada confusión (Parte I )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora