XVII

1K 99 59
                                    

Con las manos cruzadas tras su espalda y mirando con el cejo fruncido de cerca, la joven observaba los intrincados grabados que tenía las barandas de la escalera. No estaba segura del todo, pero apostaba que ese grabado era griego. Las palabras al menos sí lo parecían y estaban en todo lo largo del pasamano de manera fina y reluciente. ¿En serio alguien se había tomado la molestia de dejar plasmado algún tipo de poesía en una baranda? Se preguntaba estupefacta.

Un hombre mayor de aspecto solemne se le acercó posicionándose a su lado y ella, viendo que la miraba con el cejo fruncido y sin emitir palabra, le devolvió el ceño, pero preguntándole:

—¿Esto es griego?

—Disculpe, ¿y usted es?

—¡Oh! Qué descuido, soy Theodora, pero todos me dicen Theo o roja —aclaró tendiéndole la mano, aunque el sujeto no se la estrechó. Solo la miró arqueando una ceja observando su patética mano tendida.

—Identificación —espetó gélido. Ella dejó caer la mano y, recordando situaciones añejas, soltó un suspiro.

—No te daré mi puta identificación, pírate que no estoy haciendo nada malo.

—¿Cómo entró?

—¿Acaso eres un maldito poli? —Él la miró sin mostrar ningún tipo de expresión, al final, la joven tuvo que resignarse y explicarle—: Vine con un amigo, pero ahora él está trabajando, por lo que decidí dar una vuelta —explicó encogiéndose de hombros.

—Tendrá que acompañarme afuera.

—¡¿Qué?! ¿¡Por qué!? ¡No estoy haciendo nada, maldición! Solo estoy viendo, ni siquiera toqué la escalera. ¡Lo juro! —exclamó alejándose cuando el hombre buscó sujetarla del brazo.

—No hay registro de su ingreso y aquí las personas no entran sin dejar firma y con el aviso expreso de parte de los inquilinos.

—Pero... pero... llamaré a mi amigo para que le explique, vine con él. ¡No estoy mintiéndole! ¡Vive en el piso seis!—exclamó buscando en su bolsillo trasero, pero soltó una maldición cuando se percató que su móvil estaba dentro de la mochila, en el departamento de Anthony—. No tengo mi móvil aquí...

—Acompáñeme afuera —dijo apresándola del brazo para arrastrarla.

—¡Juro que no soy ladrona! ¡Solo estaba viendo! ¡Ya suéltame, hijo de perra malnacido! ¡Al menos quiero mi puta mochila!

Pero el hombre, imperturbable por sus insultos, solo la arrastró con más ímpetu hasta las puertas de roble principales.

—¡Maldito ricachón de mierda! ¡Váyanse al demonio, todos!

Theodora buscó con todas sus fuerzas zafarse, pero el hombre tenía resistencia; procedió entonces a insultarlo con todas las vulgaridades que conocía —que eran bastantes— hasta que fue salvada por santo Thomas. Al verla, el muchacho no solo quedó petrificado, sino que contemplaba la escena con una expresión de verdadero terror.

—¡Papá! ¡Suéltala! ¡Vino con el señor Lemacks! —gritó.

El eco que se produjo en todo el recinto la hizo hacer una mueca. Ella, que pretendía mantener un perfil bajo, ahora estaba segura de que hasta las palomas de la terraza se habían enterado.

—¡Oh, por Dios! —exclamó el sujeto soltándola de inmediato y retrocediendo. La joven trastabilló debido a la brusquedad y chocó contra la gruesa madera—. Lo lamento, señorita... yo...

—Ya —masculló con el cejo fruncido y realmente enfadada—. Son todos unos malditos estirados, ¿no? —inquirió sobándose el brazo rogando que no le quedara marca.

Estimada confusión (Parte I )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora