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Inglaterra 1890

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Inglaterra 1890

Puerto de Londres

Elizabeth despertó escuchando dentro de su sueño el vitoreo de los marineros que amarraban el barco con las gruesas sogas. Se desperezó y estiró en la cama. Había visto todo a su entorno cuando pestañeó un par de veces para después incorporarse en la cama y poner los pies en el suelo. Había estado demasiado cansada por todo lo sucedido que ni siquiera cenó la noche anterior.

El estómago le rugía como un león y oyó que alguien golpeaba la puerta de su glamoroso camarote. Apenas abrió un resquicio de la puerta, el primer oficial le dio los buenos días con una señal de su sombrero y le avisó que el transatlántico había atracado en puerto londinense.

Una vez que ella le agradeció, cerró la puerta y se apoyó contra la misma de espaldas, intentando calmarse ante lo inminente. Inspiró y exhaló con lentitud desmedida, lo único que decidió hacer antes de salir de allí fue asearse un poco con el agua en una jarra que vertió dentro de la palangana donde a su lado yacía una toalla. Se secó el rostro y se miró al espejo que tenía frente a ella. Tragando saliva con dificultad, volvió a inspirar y suspiró de nervios. Giró en sus talones para caminar hacia la maleta que estaba al lado de la mesa de noche y la abrió para buscar el frasquito de perfume que su madre le había hecho, depositó unas pequeñas gotas detrás de sus orejas, y a los costados del cuello, volvió a cerrarlo y lo guardó, apenas cerró la maleta, la tomó en una de sus manos y se dirigió para la abrir la puerta y cerrarla detrás de ella.

El torbellino de gente yendo y viniendo en el puerto era algo inconcebible, gritos, risas, gente que corría para alcanzar diligencias, madres que reprendían a sus hijos, y demás era una postal extraña ante los castos ojos de la muchacha. Nunca había presenciado un espectáculo de tal magnitud y en parte quiso estar de vuelta en La Rochelle, en el campo. Con aplomo dio pequeños pasos hacia la babor y poniendo una mano para protegerse de la claridad nubosa del día, miró hacia el puerto.

Un hombre la divisó a pocos centímetros de donde se encontraba y con un brazo alzado la saludó a la distancia. Aunque ella se mostró tímida ante el gesto de aquel hombre, le devolvió el saludo y caminó hacia la pasarela para bajar del navío.

El individuo se acercó a la muchacha.

―¿Señorita Elizabeth? ―preguntó el amable señor.

―Sí ―afirmó.

―¿Me permite? ―Haciendo referencia a la maleta que tenía entre sus manos.

―Claro, gracias ―admitió haciéndole una pequeña reverencia.

El hombre ante su gesto esbozó una sonrisa.

―Mientras me dispongo a conducirla al carruaje, le quiero comentar que mi nombre es James y soy el mayordomo de su señoría ―abrió paso entre las personas para que ella pudiera caminar con tranquilidad.

Perfume de Rosas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora