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Seis semanas después

—¡Lu! ¡Lu, ya estamos aquí!

Luna sonrió al oír la voz de Franco. Estaba tomando el primer café de la mañana y, normalmente, aquél era el único momento tranquilo hasta que llegaban los otros niños.

Pero Fede, Franco y Fio no eran como los otros niños. Qué tenían ellos que no tuvieran los demás, era algo que aún no entendía. Quería a todos los que cuidaba, pero los niños de Matteo Balsano se le habían metido en el corazón. Quizá porque esa familia la necesitaba tanto. No, los niños la necesitaban tanto. Matteo sólo necesitaba que cuidara de ellos.

Luna había ido a su casa dos veces en esas seis semanas y sólo para mostrarle el plano de la ampliación del porche. Y él la había llamado una vez para decir que el ayuntamiento había dado el permiso de obra y de nuevo para decir que empezaría a trabajar aquel mismo día. Y en aquel momento estaba en el jardín, cortando maderas para hacer la casita.

—Había pensado hacerla con Fede —le había dicho.

Pero Federico no pensaba clavar un solo clavo con su padre. Ya no se escapaba tan a menudo, sólo un par de veces desde que apareció en el patio de su tío, pero no pensaba dejar de castigar a su padre por sus invisibles crímenes.

¡Lu, ya estoy aquí! —gritó Franco, entrando en la cocina—. ¿Te alegras?

Claro que me alegro —se rió Luna—. ¿Tienes hambre?

El niño asintió con la cabeza, aunque Luna estaba segura de que Matteo les habría dado el desayuno antes de salir de casa. Parecía un niño tan feliz... Fio y Fede la necesitaban mucho más que él, pero Luna lo vigilaba, por si acaso.

—Tostadas con mantequilla y mermelada entonces.

Fio dejó escapar un suspiro. Después de seis semanas, la niña aún no se atrevía a pedir lo que quería.

—Galletas de chocolate para Fio, claro.

Ella sonrió.

Matteo llamó a la puerta en ese momento, discreto y serio, el constante recordatorio de la pared que había entre ellos.

—Buenos días, Luna.

—Buenos días. Acabo de hacer café. ¿Te apetece una taza?

—Sí, gracias.

Luna tragó saliva. No podían decirse nada, pero se lo decían todo con los ojos. Y se agarraba a aquella noche, a aquellos momentos juntos sobre la hierba, como si hubieran hecho el amor; eso era lo único que iba a tener. Siempre recordaría su sonrisa, cómo apretaba su mano...

Se apartó de él entonces, como si fuera otro padre llevando a sus hijos o un carpintero haciendo algún trabajo en casa. Era una atracción absurda y no podía dejarse llevar. Entonces, ¿Por qué sentía como si la tocase aunque estuviera a metros de distancia? No había vuelto a rozarla desde aquella noche.

—Aquí está el pan —dijo Fede, el perfecto perro guardián, mirándola a los ojos.

—Gracias.

Pobrecillo, necesitaba una madre mucho más que Fio y Franco, pero se escondía detrás de una barrera creada por él mismo, impidiendo que lo abrazara porque era una mujer y, por lo tanto, una amenaza a su seguridad. Su madre no era sólo un recuerdo distante; su promesa era lo único que le quedaba de Ámbar. Con una sensación de fatalidad, Luna se dispuso a preparar el desayuno. Ella era la encargada de cuidar de los niños, sólo de cuidar de los niños...

Matteo masculló una palabrota que nunca diría delante de sus hijos mientras arrancaba un tablón. Trabajaría hasta quedar agotado si eso era lo que hacía falta para contener los deseos de su cuerpo, los murmullos de su corazón. Cada vez que veía a Luna sentía algo por dentro... saber que estaba a unos metros de su casa, preguntándose qué haría, qué estaría pensando, hacía que sus deseos masculinos se desmandaran. Cuando iba a buscar a los niños, ver cómo los besaba y comprobar las barreras que los separaban, que los separarían siempre, lo destrozaba.

Por las noches revivía aquel momento bajo las estrellas... la noche en la que no se habían dicho nada pero se lo habían dicho todo. Muchas veces despertaba, sobresaltado y cubierto de sudor. Eso cuando no tenía que ir a consolar a su hijo después de alguna de sus pesadillas. Federico rara vez le dirigía la palabra, pero lo vigilaba constantemente. Pero no sabía lo que Luna sentía por él; lo trataba como a los demás padres, ofreciéndole un café, una sonrisa. Nada más. Siempre parecía tan serena, tan segura de sí misma...

—¿Quieres un café, Matteo?

El volvió la cabeza. Un café, eso era todo lo que iba a darle.

—No, gracias. Había pensado empezar con el porche a las cuatro, si te parece bien.

—Sí, claro —contestó Luna. Entonces se dio cuenta de que tenía una astilla clavada en el dedo—. Voy a buscar unas pinzas y un antiséptico. Pero... le diré a Fede que te los traiga.

Él asintió con la cabeza.

¿Tiene que ser así, Luna? —murmuró, odiando la distancia que había entre ellos.

Sí, tiene que ser así —contestó ella, sin mirarlo—. Voy a ver qué hacen los niños. He dejado a Fede cuidando de ellos, pero el autobús está a punto de llegar.

—Está vigilándonos desde la ventana.

Luna no cometió el error de mirar.

—Pues muy bien. No pasa nada. No es sólo por Fede, Matteo.

—¿No? ¿Entonces por qué?

—No hace falta que lo sepas. Sencillamente, eres el padre de tres niños de los que me he enamorado. Nada más.

No hablaba de lo que desearía, de cómo le gustaría que fueran las cosas. Sencillamente, entendía cuál era la realidad. Matteo no sabía por qué esa verdad lo obligó a rebelarse, pero se incorporó y fue hacia ella dispuesto a tomarla entre sus brazos y demostrarle que no era cierto.
Un movimiento en la ventana lo detuvo en seco.

Tengo buenas razones para no querer a otro hombre en mi vida, Matteo. No te preocupes, no voy a echarte los brazos al cuello. No tengo la intención de hacer el ridículo.

¿Hacer el ridículo? Si le echase los brazos al cuello, Matteo saltaría de alegría. Su sola presencia, su sonrisa, lo volvían loco.

—Mi autobús está a punto de llegar.

Corazón De Madre ➳ Lutteo [Adaptada] EDITANDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora