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—Eres demasiado peligrosa para mí —murmuró, dándole un último beso—. Será mejor que me vaya.

—No tienes que irte.

—Tenemos una semana, Luna. Estoy intentando hacer las cosas bien.

—Al menos una cita antes de...

—No lo digas, por favor. Estoy a punto de perder la cabeza.

—Me alegro de no ser la única. Estoy empezando a creer que nunca podré pensar en nada que no seas tú.

—Hasta mañana entonces.

—Hasta mañana, Matteo.

Mientras lo veía desaparecer hacia su casa, Luna se llevó una mano al corazón.

Por Matteo, y por los niños, podría tenerlo una semana. Haría el amor con él y luego lo dejaría ir. Para siempre.

[...]

Matteo apareció en la puerta de su casa a las diez en punto, con dos cascos en la mano.

—¿Lista?

—Claro que sí. ¿Dónde vamos?

—Ya lo verás —contestó él, haciéndole un guiño—. Pero vas a tener frío con esa camisa —añadió, ofreciéndole una cazadora de cuero—. Es de mi época de la universidad. Venga, sube. Y agárrate fuerte.

—No pienso soltarte —se rió Luna.

Volaron por la autopista hasta que los arbustos que la flanqueaban se convirtieron en arena, con la playa a un lado y las colinas al otro. Luego Matteo tomó una carretera secundaria bordeada de árboles altísimos. En los dos años que llevaba en Pescara, Luna nunca había ido por allí.

—¿Dónde vamos?

—Ya lo verás.

Ella sonrió. Se sentía joven otra vez. Se sentía feliz.

Cuando llegaron a un valle entre las colinas, Matteo detuvo la moto.

—¿Cómo se llama este sitio?

—¿Te gusta?

—Es precioso —contestó Luna, admirando las tiendas de aspecto muy antiguo, construidas en madera oscura. Parecía de otro siglo—. ¿Dónde estamos?

— En Parque Nacional de la Majella.

—Es una maravilla. ¿Cómo lo has encontrado?

—Soy muy listo.

—¡Mira, Matteo, hay una tienda de colchas de retales!

—Ajá, sabía que eso sería lo primero que verías. Tienen telas de todo tipo. Estuve a punto de comprarte algunas la última vez que vine, pero la dueña de la tienda me convenció de que lo mejor era que vinieras tú misma.

—Ah, qué bien. Me encanta.

Pasearon por la plaza de la mano, como dos novios, y luego tomaron chocolate caliente en una terraza, besándose de tanto en tanto, hablando de sus vidas, de sus ambiciones, de los progresos del porche... quizá para tapar el silencio. Luna le confesó su fascinación por las películas de Jackie Chan y que le gustaban las novelas románticas. Él, que leía biografías y novelas de ciencia ficción.

—¿Quieres pedir algo más, otro chocolate? ¿O quieres que comamos ya? Dicen que las pizzas de aquí son buenísimas.

—Ah, estupendo.

—Tardan veinte minutos en hacer una. Si quieres, mientras esperamos podemos ir a ver la tienda de retales.

Luna se levantó antes de que terminara la frase.

El local tenía el olor y el ambiente de las tiendecitas antiguas. Y había de todo: telas de seda, de hilo, de algodón, de pana, de terciopelo, hilos, botones, agujas... Compró varias cosas y cuando iba a pagar a la caja vio que Matteo tenía en las manos lo que ella siempre perdía: un dedal.

—Pago yo.

—No puedo dejar...

—Hoy pago yo —insistió él.

Y Luna decidió no discutir. Le gustaba sentirse tan querida. Pero cuando salieron de la tienda para volver al café, recordó que quería decirle algo:

—Mandé a Simón de vuelta a Florencia ayer.

—¿Le hablaste de mí?

—Le conté que había un hombre muy testarudo en la casa de al lado, con tres niños maravillosos, de modo que no podía volver con él —Luna se encogió de hombros—. Aunque no creo que Simón estuviera interesado en algo serio. Tengo la impresión de que está sin novia en este momento y quería probar suerte. Hasta que le dieran ganas de marcharse otra vez, claro.

—Ya —murmuró Matteo—. Me alegro de que lo mandases a la mierda. Pero quiero saber una cosa.

—¿Qué?

Dime qué te dijo ese hombre para que estés tan convencida de que no serías suficiente para mí y para mis hijos.

Corazón De Madre ➳ Lutteo [Adaptada] EDITANDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora