11: Un verdadero Juego de Quidditch

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—¡Es él, es él! —gritó Ron, siguiendo a Krum con los omniculares

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—¡Es él, es él! —gritó Ron, siguiendo a Krum con los omniculares.
Viktor Krum era delgado, moreno y de piel cetrina, con una nariz grande y curva y cejas negras y muy pobladas. Semejaba una enorme ave de presa.

—Y recibamos ahora con un cordial saludo ¡a la selección nacional de quidditch de Irlanda! —bramó Bagman—. Les presento a... ¡Connolly!, ¡Ryan!, ¡Troy!, ¡Mullet!, ¡Moran!, ¡Quigley! yyyyyyyyy... ¡Lynch!

Siete borrones de color verde rasgaron el aire al entrar en el campo de juego.

—Y ya por fin, llegado desde Egipto, nuestro árbitro, el aclamado Presimago de la Asociación Internacional de Quidditch: ¡Hasán Mustafá!

Entonces, caminando a zancadas, entró en el campo de juego un mago vestido con una túnica dorada que hacía juego con el estadio. Era delgado, pequeño y totalmente calvo salvo por el bigote. Debajo de aquel bigote sobresalía un silbato de plata; bajo un brazo llevaba una caja de madera, y bajo el otro, su escoba voladora. Mustafá montaba en la escoba y abría la caja con un golpe de la pierna: cuatro bolas quedaron libres en ese momento: la quaffle, de color escarlata; las dos bludgers negras, y la alada, dorada y minúscula snitch que apenas pude ver. Soplando el silbato, Mustafá emprendió el vuelo.

—¡Comieeeeeeeeenza el partido! —gritó Bagman—. Todos despegan en sus escobas y ¡Mullet tiene la quaffle! ¡Troy! ¡Moran! ¡Dimitrov! ¡Mullet de nuevo! ¡Troy! ¡Levski! ¡Moran!

En mis tres años en el colegio jamás había visto Quidditch así. La velocidad de los jugadores era increíble: los cazadores se arrojaban la quaffle unos a otros tan rápidamente que Bagman apenas tenía tiempo de decir los nombres. Uno de los golpeadores búlgaros, Volkov, pegó con su pequeño bate y con todas sus fuerzas a una bludger que pasaba cerca, lanzándola hacia Moran. Moran se apartó para evitar la bludger, y la quaffle se le cayó. Levski, elevándose desde abajo, la atrapó, luego Troy la tomó y marcó diez

—¡TROY MARCA! —bramó Bagman, y el estadio entero vibró entre vítores y aplausos—. ¡Diez a cero a favor de Irlanda!

—¿Qué? —gritó Harry, mirando a un lado y a otro como loco a través de los omniculares—. ¡Pero si Levski acaba de coger la quaffle!

—¡Harry, si no ves el partido a velocidad normal, te vas a perder un montón de jugadas! —le grité, aplaudiendo mientras  Troy daba una vuelta de honor al campo de juego.

Aunque yo sabía de Quidditch no entendí qué diablos estaban haciendo, o como se comportaban los jugadores o sus estrategias, pero me gustaba ver cómo un montón de chicos en escobas se lanzaban a muerte por unas pelotas.

Al cabo de diez minutos, Irlanda había marcado otras dos veces, hasta alcanzar el treinta a cero, lo que había provocado mareas de vítores atronadores entre su afición, vestida de verde.
El juego se tomó aún más rápido pero también más brutal. Volkov y Vulchanov, los golpeadores búlgaros, aporreaban las bludgers con todas sus fuerzas para pegar con ellas a los cazadores del equipo de Irlanda, y les impedían hacer uso de algunos de sus mejores movimientos: dos veces se vieron forzados a dispersarse y luego, por fin, Ivanova logró romper su defensa, esquivar al guardián, Ryan, y marcar el primer tanto del equipo de Bulgaria.

Laila Scamander y El Torneo De Los Tres MagosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora