El montañés

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El montañes tiene los ojos del sol, y su belleza va más allá de la envidia de la luna. El montañés sonríe y, en la cordillera de su mejilla, se dibujan un par de microscópicos hoyuelos. El montañés tiene, sobre sus dos planicies del rostro, dos manchas de pasión gigantescas y en los pliegues de su voz, muecas grotescas. El montañés se eleva tres metros sobre el cielo con cada paso que da en el firmamento, y en cada bocanada de risa que exhala, un paseo por mis enojos él reclama. El montañés no es capaz de tocar las nubes de esponja con las manos, pero sí es capaz de cortar el hilo de mi orgullo. El montañés es un recuerdo vivo y santo de un chiquillo atolondrado, que recogía lágrimas vestidas de orgullo. Y se tragaba suspiros, deseando el amor suyo. El montañés le da un giro con estruendo a la portada, cada vez que cae mi ser, en la oscura esfera de sus ojos. El montañés cruzó el umbral de mi exitencia un buen día de abril, y yo quiero ser su estrella, para cuidarlo a donde quiera que el destino lo lleve y que cuando se encuentre al cielo en su cabeza, una luz extraña lo atraiga y una sonrisa suya, en mi rostro caiga.

Memorias de una poetisa enamoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora