13. Blake; Aislarse.

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Me hundí en el asiento, con el pecho aprisionando un corazón que nunca había latido tan descompensado, que nunca se había sentido tan vacío. Hubiera preferido arrancarme la garganta entre el ardor que abrasaba un presente que quería a medias. Era cierto que me recorría una extraña levedad del saber que había algo nuevo esperándome al aterrizar, pero me aterrorizaba la soledad que se me asomaba a la ventana de aquel avión.

Pero no dije nada entonces, porque no me creía capaz de hacerlo.

El primer mes fue un caos de idas y venidas, apenas tenía tiempo para mí. La mudanza ocupaba toda mi energía, que aún así tenía que invertir en dejar preparado el traslado de expediente para la universidad. No paraba, tampoco quería hacerlo. La cabeza me estaba dando tregua por fin. Sentía alivio de no sentir. Porque eso era algo que había venido con la mudanza a Aarhus, se me había apagado el cerebro. Describía mi día a día como un constante estado de standby, en el que no tenía cabida ni la tristeza ni la alegría. No había emoción alguna que me provocase reacción. Vivía porque tenía que hacerlo.

Y tampoco dije nada.

Empezaron las clases, que aprovechaba para dormir todo lo que no podía por las noches. El insomnio me atacaba porque no dejaba de pensar en todo lo que no quería pensar. Le daba vueltas a todo lo que había pasado, a la vida que había dejado atrás y que sabía que no iba a recuperar. Me quise mantener al margen de lo que se quedó en Alicante, obligarme a olvidar, a dejar correr. No podía, era consciente, pero tampoco acercar posturas. Me estaba dejando el alma intentando dejar entrar en ella una gota de sudor, un poco de pena, una mínima parte de alguna carcajada, pero no parecía tener las puertas abiertas.

Pero tampoco dije nada.

Desvié los pasos a la vuelta a casa, casi anochecía, aunque apenas fueran las cinco de la tarde. Cosas de los nórdicos. En algún punto de alguna calle que no conocía todavía me llamó la atención un bar en específico, más por la gente que esperaba fuera que por lo que pudiera haber dentro. Un par de parejas de chicas devorándose hasta las entrañas sin contemplaciones y dándole muy poca importancia a lo que pudiera pasar a su alrededor fueron la llamada de reclamo que consiguió que me internase en aquel garito danés. Aspecto retro, quizá algo descuidado a propósito, música retumbando por las paredes del local, tenía su encanto. Me acerqué a la barra con inseguridad, me sentía como pez fuera del agua, no era mi sitio, y a pesar de ello quería estar ahí. Era un mar de contradicciones.

— Disculpa, ¿es esto un bar gay? —le pregunté, con toda mi inocencia al chaval que atendía en la barra y que no podría tener más de veinticinco años.

— En realidad no, pero tenemos fama entre el mundillo, así que aquí te encontrarás de todo. ¿Buscas alguno? Puedo recomendarte sitios —me miraba con una sonrisa traviesa en los labios, pero no podía distarse más de mis verdaderas intenciones.

— No, no. Me gusta este sitio.

— Me alegro, entonces. ¿Te pongo algo?

— No he bebido en mi vida, ¿qué me recomiendas? —ladeó la cabeza, entrecerró los ojos, supongo que valorando alguna opción.

— Prueba esto —me ofreció una copa con más hielo que líquido que acepté de buen grado.

Perdí la cuenta de cuántas de aquellas me tomé, de las canciones que pasaron y de la gente que intentaba hablar conmigo en un idioma que desconocía. Estaba bien, aquello. La cabeza en algún estado de embriaguez que empezaba a gustarme, la risa floja que floreció después de algunos intentos fallidos de comunicación, el ritmo por el que comencé a moverme cuando lo entendí. Me sentía bien, aunque fuera solo en aquellos momentos en los que realmente no sabía si era yo la que hablaba, la que movía los brazos, la que pensaba, o si era un ente que decía ser yo.

Postdata.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora