Capítulo 4.

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Con las monedas que la princesa Defne me ha dado he venido al mercado de Agmers, mamá se llevó varias monedas cuando marchó al reino en donde se encontraría con mi padre. Desde temprano he tenido que caminar para estar a tiempo en el mercado ya que si tardaba más las personas se volverían locas y tomarían las frutas y verduras más frescas y solo dejarían las que ya estarían podridas. Debo recalcar que para llegar hasta el mercado es necesario cruzar un bosque en el cual los carruajes no se atreven a pasar debido al tedioso fango que causa que las llantas de los carruajes se atasquen, por esa razón tengo que caminar varios kilómetros para llegar hasta este lugar.

—Esas son frutas frescas— avisa un mercader en cuanto he tomado una manzana.

—Lo sé— digo tomando una más.

—Solo te avisaba, no quiero que luego me pagues con plata— espeta de mal humor.

—Tengo oro, señor— informo mostrándole las monedas.

—Sabrá Dios de donde lo sacaste— dice una mujer a mi lado.

Volteo a verla, molesta— ¿Por qué dice eso? ¿acaso solo usted puede tener oro?— inquiero mirándola con desagrado.

—No vaya a ser que lo hayas sacado de la habitación de la princesa Defne, todos saben que la hija de uno de los mercaderes de Agmers es una ladrona al igual que su madre— responde mirando hacia su alrededor para tratar de llamar la atención.

— ¡Yo no robé nada!— grito tomando con fuerzas la canasta que he traído de casa— ¡No soy una ladrona!

— ¿Y cómo es que tienes esas monedas de oro?— inquiere un hombre de barba larga y asquerosamente sucia.

—La princesa nos pagó por nuestro trabajo— suelto a la defensiva.

— ¿Qué trabajo? ¿robar?— inquiere una chica más o menos de mi misma edad.

Ahora compruebo de que fue una mala idea mostrar las monedas de oro, si tan solo no lo hubiera hecho entonces esta disputa no estuviera ocurriendo, estoy sola en estos momentos y no tengo a mi madre que hable por mí, aunque a mis diecisiete años ya debería de defenderme sola de esta bola de arpías, no debería tener miedo pero aun así temo. Sé que ellos son iguales a mí; todos somos simples empleados de la monarquía queramos o no, trabajemos o no en el palacio, eso es lo que somos y ese es nuestro destino.

— ¡Ustedes no pueden juzgarme!— exclamo intentando alejarme de ellos.

—Al menos no somos ladrones y lo que tenemos lo obtuvimos dignamente— responde uno de los mercaderes.

— ¡Hay que darle su merecido!— grita una persona entre la multitud que no puedo distinguir muy bien.

Miro a mis costados y encuentro un bieldo el cual no dudo en tomarlo y amenazar a quienes se acerca a mí con la intención de herirme.

— ¡Aléjense o no dudaré en quitarles un ojo con esto!— exclamo tratando de alejarlos de mí pero muy dentro sé que no soy capaz de herir a otro ser humano por miedo y cobardía tal vez.

—Aparte de ladrona se convertirá en asesina— añade un hombre canoso y panzón quien tiene el delantal cubierto de harina.

Alguien me toma por detrás y me quita el bieldo para luego sujetarme de ambas manos y es así como dejo caer mi canasta mientras ellos aprovechan para tirarme jitomates y otras cosas que encuentren a su alrededor.

— ¡Deberíamos apedrearla!— propone uno de los mercaderes.

Una mujer revisa mis bolsillos y me quita las monedas de oro que tenía guardado, las tira al suelo y las escupe.

Verdades liberadas [Fragmentados #1] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora