Ojos tristes

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La nueva sirena tiene el cabello muy negro y un rostro deprimido que no cambia ni siquiera cuando sonríe. Se llama Vanilla.

—¿Pasa algo?—le pregunto, como si pudiera responderme. Ella me clava sus enormes ojos azules y ladea un poco la cabeza. Contengo un suspiro al bajar la mirada a su cuello, donde cuelga una gargantilla negra con un dije de corazón incrustado en su carne. Quisiera conocer su historia, aunque estoy seguro de que terminaría rompiendo en llanto. Ninguna sirena merece ser usada como entretenimiento. Ellas son hijas del océano, libres y salvajes.

Pienso en Arabella y siento alivio de saber que aunque jamás regresará a su hogar, ahora está en un lugar mucho mejor que este. Pego una mano al cristal. Vanilla retrocede por un instante y después vuelve a mirarme a los ojos.

—Me gustaría poder sacarte de aquí—le digo.

Rutina

Escuchar a Vera cantar es como ser envuelto en seda. Los años pasan y yo jamás me acostumbro a la belleza de su voz. Es incomparable a la de Bell, pero maravillosa a su manera. De fondo la acompaña la melodía triste de Vanilla, quien juega con su abanico pintado con flores sentada en la enorme copa que antes pertenecía a mi sirena. Vanilla tiene un aura vulnerable, no proyecta esa sensualidad tan característica en Arabella. Es una criatura sin esperanza, sin brillo, sin amor. No disfruta la canción ni se deja consolar por ella. Desearía que se enamorara de alguno de los asistentes, que lo envolviera con ese hechizo propio de su especie.

Abrirías un portal eterno a la felicidad, pienso, y Levi voltea a verme y sonríe.

Salvo por Arabella, nada ha cambiado en el Novoselic: veo a las parejas contemplándose mutuamente con ardiente lujuria en las mesas; las camareras de colas de caballo tirantes y chalecos azules, siempre con el tiempo encima; el delicioso olor de los platillos pequeños; nosotros en el escenario, entregándonos a nuestros instrumentos y la voz de Vera, sobria y elegante. Todavía soy esclavo del saxofón, pero ya no me da el mismo placer que antes, cuando el dulce canto de Arabella adornaba las canciones. Es difícil liberarte de la nostalgia cuando cada noche, de lunes a viernes, este lugar y la música te recuerdan su ausencia.

Muevo los hombros al ritmo de la canción sin dejar de tocar. Cierro los ojos esforzándome por no llorar, por deshacer el nudo en mi pecho. Sé que Arabella volverá en cuanto vaya a dormirme, ¿entonces por qué sufro tanto?

Algo no está bien, dice mi voz interna.

Miro a Levi, hay dolor en sus ojos. Debo tranquilizarme, no quiero que sufra por mi culpa. A veces desearía que nuestro lazo pudiera disolverse por un rato y así cavilar todo lo que quisiera.

Mi amado luce mejor en cuanto dejo mi mente en blanco. El concierto termina cuatro canciones después y Levi y yo nos vamos a casa. Nos duchamos juntos y luego él prepara ramen instantáneo. Comemos en silencio sentados en la mesa, estudiándonos con detenimiento. Ambos somos transparentes a los ojos del otro, nos conocemos mejor que ninguna otra pareja en el mundo.

—¿Por qué sufrimos si Arabella sigue con nosotros?—pregunto.

Levi esboza una sonrisa triste.

—Cada concierto era mágico gracias a ella. Ahora que ya no está en ellos, es de esperarse que estemos tristes. Pero sé que pronto nos acostumbraremos.

Le regreso la sonrisa. De alguna manera me hace sentir mejor oírlo decir justo lo que pensaba durante el concierto.

Terminamos de cenar y vamos a la cama. Levi me rodea con sus brazos y besa mi frente. Cada noche junto a él es mágica, una realidad que mi versión adolescente jamás hubiera creído posible.

ArabellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora