IV. Desayuno

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Me había pasado horas dando vueltas en la cama y no había logrado pegar ojo. Oí un portazo fuera de la habitación. Los primeros rayos de sol penetraban por la amplia ventana de cristal y decidí que ya era hora de levantarme.

Me coloqué un albornoz sobre el corto camisón de satén carmesí y después de darle de comer a Crookshanks me dirigí a la cocina dispuesta a prepararme el desayuno.

Abrí la puerta del frigorífico y saqué lo necesario para prepararme unas tortitas. Tenía hambre. Cuando cerré el frigorífico, noté un movimiento a través de la ventana que me hizo mirar fuera.

Malfoy estaba en la orilla del río. Se estaba desabrochando los botones de la camisa del pijama de seda verde. No quería seguir mirando. Quería prepararme el puñetero desayuno y empezar el día, pero había algo que no me dejaba apartar la mirada. Malfoy se sacó la camisa y dejó al descubierto su blanco torso. Se bajó los pantalones y se quedó en boxers negros, que resaltaban aún más su blanquecina piel y se sumergió hasta la cintura en el río. Tenía un abdomen perfecto, y pensé cómo sería tocarlo, empezar por abajo y subir hasta sus anchos hombros y luego bajar por sus brazos y sus muñecas. Cuando mi mirada bajó hasta sus muñecas, vislumbré la marca tenebrosa marcada en su antebrazo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y me hizo recordar todo lo que había perdido por culpa de esa asquerosa marca. Personas buenas como Fred, Lupin, o Tonks. Me cabreé con él. Muchísimo. Era un maldito seguidor de Voldemort. Y me obligué a apartar la mirada y seguir preparándome el desayuno.

Se me había quitado el hambre. Conjuré un par de hechizos sencillos y me preparé las tortitas. Luego me senté en la mesa del comedor dispuesta a comérmelas. Cuando le estaba dando vueltas a un trozo de tortita con el tenedor, Malfoy entró por la puerta.

—¿Dónde está mi desayuno?— gruñó Malfoy, con su habitual tono prepotente y con aires de superioridad.
Mi cara debió de ser un poema. ¿No esperaría de verdad que le preparara el desayuno, no?

—¿Perdona?— logré decir, estupefacta.

—¿Estás sorda, Granger? Digo que dónde está mi desayuno— dijo lentamente, y alargando las palabras, como si se lo intentara explicar a un niño pequeño.

—Te he oído idiota, me refiero a que no esperarás que te prepare el desayuno, ¿Verdad?— le dije, frunciendo el ceño. Mi cabreo con él no paraba de aumentar. ¿Quién coño se creía que era?

La cara de Malfoy era un poema. Era evidente que no sabría prepararse el desayuno. Seguramente tendría a algún pobre elfo doméstico esclavizado en su casa que le prepararía la comida, y mucho menos sabría preparársela al estilo muggle.

—No sé— musitó casi inteligiblemente.

—Oh, disculpe mi Lord, pero me temo que si quieres comer, tendrás que prepararte tú solito tu propia comida.— Ni de coña iba a prepararle la comida. Ya era mayorcito, que se lo preparara solo. Podría enseñarle cómo se hace, pero no si me lo pedía con esos aires de superioridad.

—Entonces dime ya cómo se hace.— gruñó.

—Un "por favor" no estaría de más, Malfoy.- bufé, taladrándole con la mirada.

—No pienso rogarle a una Sa... a ti que me enseñes un maldito hechizo para prepararme la puñetera comida, no sé si te has dado cuenta, Granger, pero yo soy Draco Malfoy.

La sangre me hirvió de nuevo. Definitivamente era un capullo. Primero me hace bromitas y me guiña el ojo, y luego vuelve a la carga insultándome.

—No vas a rogarle a una Sangre Sucia, ¿No? Muy bien, entonces, buena suerte, imbécil, arréglatelas solo—respondí muy cabreada.

Me levanté y me encerré en la habitación, dando un sonoro portazo. Me senté en la cama con los brazos cruzados. Tenía que controlarme mucho para no pegarle un puñetazo en la cara de engreído del estúpido Malfoy. Maldito estirado.

Pasaron diez minutos y no se oía ningún sonido fuera. Decidí coger un libro de la estantería y estudiar un rato, a ver si se me pasaba el mal humor. Unos suaves toques en la puerta me hicieron levantar la cabeza del grueso libro.

—Granger, yo... Lo siento, no quería decir eso.— oí decirle a través de la puerta cerrada.

No pensaba responderle. Claro que quería decir eso

—Granger.

Silencio

—Hermione, por favor, abre.

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Hermione. Nunca me había llamado así.

—Voy a entrar.—dijo finalmente.

En un segundo lo vi en el marco de la puerta con cara arrepentida. No dije nada. ¿Cómo se atrevía a entrar en mi habitación sin permiso? Dejé el libro sobre la cama y me crucé de brazos, mirándole con el ceño fruncido.

Malfoy entró con cautela, esperando que no le echara ningún maleficio. Cuando vio que no me movía, se acercó lentamente. Miró el hueco de la cama que quedaba a mi lado, y finalmente se sentó.

No le miré.

—Lo siento mucho. No quería decir eso, de verdad. Es que... Soy un imbécil y hablo sin pensar. Pero te prometo que nunca más te volveré a llamar así. ¿De acuerdo?
No dije nada. Parecía arrepentido de verdad.

—Contéstame, por favor— insistió.

Silencio.

—Hermione— suplicó.

—No puedes tratar a la gente así, ¿Sabes?—dije finalmente. Primero te comportas como un auténtico gilipollas, luego me haces bromitas y, finalmente, vuelves a ser el mismo gilipollas de nuevo. Parece que tienes un trastorno bipolar.

—Estoy intentando cambiar, en serio. No quiero ser como antes, pero me cuesta. He sido así toda mi vida.

—Ya, no me lo creo— le dije.

—Es normal...—murmuró. Parecía derrotado.—Pero déjame demostrártelo— insistió.

No dije nada.

Le miré de reojo, y vi cómo alzaba su mano para posarla en la mía. El escalofrío que me recorría la columna volvió de nuevo, e hizo que saltaran chispas por todo mi cuerpo. ¿Por qué demonios me pasaba eso cada vez que me tocaba? Me odiaba a mí misma por sentir esas cosas.

Malfoy tiró de mí suavemente y me dirigió hacia la cocina.

—Por favor...— murmuró de nuevo.

No iba a rendirse, así que decidí dejar mi enfado de lado un rato y divertirme un poco.

—Por favor, ¿Qué?— Dije inocentemente.

Malfoy bufó. Definitivamente, no estaba acostumbrado a pedir las cosas amablemente.

—Por favor, Granger, ¿Serías tan amable de enseñarme a prepararme la comida?— dijo con los dientes apretados y forzando una sonrisa.

No pude reprimir la risa. Era muy gracioso verlo así. Me decidí a enseñarle un par de trucos sencillos, que Malfoy no conseguía hacer correctamente. Después de 45 minutos, logramos poner sobre la mesa un par de sándwiches, con muy mala pinta.

Nos sentamos y empezamos a comer. Cuando Malfoy agarró el sandwich, se le resbaló la manga del pijama de seda verde y mi mirada se dirigió de nuevo a su marca. ¿Cómo podía alguien hacer esas atrocidades? Cuando lo miraba así, comiéndose un sándwich relajadamente, no me parecía que fuera una persona capaz de hacer esas cosas. Pero lo es, Hermione. Lo ha hecho. Me invadió un sentimiento extraño esta vez. No de enfado, como antes, sino algo parecido a la tristeza.

Malfoy debió de darse cuenta de mi cara, porque rápidamente bajó el brazo y se bajó la manga, para taparse la marca.

—He intentado quitármela, ¿Sabes? Pero no pude— dijo bajando la mirada.

Parecía que sentía vergüenza. Pero, ¿Por qué? Es decir, nadie le había obligado a ponérsela. Lo hizo porque quiso. Porque él pensaba esas cosas. Ya se había encargado muy bien de demostrármelo durante los siete años anteriores.

Lo miré de nuevo. Malfoy seguía con la cabeza agachada. Esta vez era él el que parecía un conejito indefenso. Me dieron ganas de reconfortarlo. De acariciarle el pelo y decirle que estaba todo bien. Pero no lo estaba. Esa marca era un recordatorio de ello. De que él pensaba que yo era inferior. Un ser que no merece ni el aire que respira. Así que saqué esos pensamientos de mi cabeza y me encerré en mi habitación.

Hielo y CaobaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora