Lauren
Resopló al ver la expresión de horror de Lauren.
¿Ves? Si yo decidiera pasar unos días en una isla, seria así
-comentó-: tendido en una hamaca, con dos... no, tres bellas damas que me alimentaran con mangos.
Mujeres no -protestó Lauren, oscurecidos sus hermosos ojos verdes. - Mujeres no, por favor.
Bill volvió a reír.
Lo que ocurrió con esa pequeña del Cuerpo Auxiliar Femenino fue culpa tuya. Cualquiera se daba cuenta de que no pensaba sino en casarse. ¿Y por qué no te casaste con ella? El matrimonio es un paso que puedo recomendar calurosamente.
Aquélla es mi isla -indicó Lauren., sin prestar atención a los comentarios casamenteros.
No entiendo cómo haces para distinguir una isla de otra, pero es cosa tuya. Lo bueno es que, a fuerza de estar solo aquí, te alegrarás de volver al trabajo.
Lauren oyó aquello con una mueca. Lo único que deseaba era paz. Sólo el ruido del viento y la lluvia castigando la tela alquitranada. ¡Y la comida! Nada de guisos de la Marina: sólo pescado, langostas, camarones, moluscos y...
Apaga el motor -advirtió a Bill, casi gritando Vas a clavarte en la arena.
Bill, obedeciendo, deslizó la lancha hasta la estrecha playa de arena blanca. Lauren., con la pierna izquierda tiesa para reducir al mínimo la tensión de la piel quemada, estiró su metro ochenta de estatura y saltó del bote al agua. Las pesadas botas de la Marina le molestaban para manejarse en el fondo resbaloso. De pronto se impacientó; no veía la hora de que Bill se fuera para poder quitarse ese incómodo uniforme.
Es tu última oportunidad -dijo su amigo, mientras le alcanzaba el primer cajón. -Aún puedes cambiar de idea. Si yo estuviera de permiso, me emborracharía hasta último momento.
Lauren sonrió, mostrando sus dientes blancos y parejos; el gesto borró casi por completo la hendidura de su mentón.
Gracias por el ofrecimiento. Dile a Dolly que juro usar el ungüento y hacer lo posible por engordar -prometió, mientras llevaba el segundo cajón a la costa.
De cualquier modo, estará preocupada por ti. Cuando vuelvas, sin duda te estará esperando con veinte muchachas bonitas para presentártelas.
Para entonces estaré dispuesto a entenderme con ellas. Y ahora será mejor que te des prisa. Creo que va a llover. -Lauren no podía disimular su impaciencia.
Sé captar las indirectas, muchacha. Quieres que me marche. Vendré a buscarte el domingo.
Que sea por la noche -pidió Lauren.
Está bien, será por la noche. Pero tú no tienes que soportar a Dolly. Me volverá loco con su preocupación por ti.
Esa sí es una proposición que me gusta -reconoció Lauren, dando un paso hacia el bote. -Yo viviré con
Dolly mientras tú te quedas aquí.
Vaya broma -protestó Bill.
Había perdido la sonrisa. Su redondeada esposa era el amor de su vida; todas las mañanas se maravillaba de que ella hubiera aceptado casarse con alguien como él. Pese a que Lauren era su amiga y hasta los había presentado, su hermosura aún le causaba celos.
Lauren río al ver su expresión.
Anda, vete y no te pierdas.
Bill puso en marcha el motor y retrocedió, alejándose de la playa con la ayuda de su amiga.
Lauren esperó en la orilla y lo siguió con la vista, hasta que se perdió detrás de otra isla. Entonces abrió los brazos y aspiró profundamente. El olor de los restos marinos en putrefacción,
el aire salado, el viento en los manglares, a su espalda, le hacían sentir casi como en su casa.
Un minuto después había cargado con casi todas sus pertenencias e iba en dirección norte, a lo largo de la playa. Casi un año antes, la Marina la había enviado a Cayo West para supervisar la reparación de los barcos; desde la cubierta de un navío había visto esa isla con sus prismáticos; supo inmediatamente que se trataba de un sitio donde le gustaría pasar algún tiempo.
En el año transcurrido había leído unos cuantos libros sobre las tierras que rodeaban Cayo West; tenía idea de lo que significaba acampar en una hostil isla de manglares. Decir que su interior es impenetrable es quedarse muy corto. Las ramas de los árboles que forman la isla penden hasta el suelo, creando una prisión de tallos leñosos.
Lauren se quitó la camisa, sacó el machete y comenzó a abrir una estrecha senda entre la espesura. Su intención era llegar al agua dulce que surgía en el centro de la isla.
Le llevó cuatro horas de duro esfuerzo acceder a la vertiente; para entonces estaba exhausta. Dolly tenía razón al juzgar que estaba demasiado delgada. Había perdido peso durante las tres semanas de hospitalización; las quemaduras de su lado izquierdo aún estaban sensibles y el sudor le provocaba escozor en la piel nueva. Se detuvo un momento, jadeante, y miró a su alrededor. Por tres lados estaba completamente cercado por el follaje lustroso, pero hacia adelante estaba la vertiente y un pequeño claro de tierra y desechos marinos. El agua fluía ante él, oculta su fuente bajo los árboles. Había lugar para su tienda de tela alquitranada, una fogata y sus escasas provisiones. Era cuanto necesitaba.
Se limpió el sudor de la cara y desanduvo el trayecto. El sendero tenía muchas curvas; por dos veces había tomado el camino equivocado. No quería dejar un rastro bien marcado que llevara a su campamento. Varios submarinos alemanes se habían acercado a los cayos, y ella no tenía ningún deseo de despertar una noche cualquiera con una bayoneta contra el cuello.
Cuando terminó de llevar todas sus pertenencias por el serpenteante camino ya se estaba poniendo el sol. Entonces, vestida sólo con pantalones cortos y botas, y con un Cuchillo a la cintura, sacó un estropajo de sus cajones y volvió a la playa. Allí se quitó las botas para entrar en el agua tibia.
Hay muchas ventajas en este lugar -dijo en voz alta, recordando las frías aguas de su Maine Natal.
Cuando el agua le llegó al pecho, se sumergió para nadar con facilidad bajo el agua hasta los restos de naufragio más cercanos, que sobresalían del agua. Por desgracia, la guerra había sembrado los bajíos próximos a Cayo West de buques hundidos. Aunque el agua estaba oscura, Lauren distinguió una sombra más intensa. Hundió el estropajo en un agujero que, en otros tiempos, formara parte de un barco. Y lo retorció. Cuando sacó el trapo, cuatro langostas tenían las antenas enredadas en las hebras del estropajo.
Una de ellas se liberó antes de que ella consiguiera llevarla a la costa, pero Lauren. Se apresuró a atar las pinzas de las otras tres y las cargó apresuradamente por el sendero. Momentos más tarde tenía el fuego encendido y una cacerola con agua puesta a hervir. Con destreza y movimientos prácticos, perforó la espina dorsal de cada langosta antes de dejarla caer en el agua. Esos animales eran muy diferentes de los que había en sus costas natales, pero al cocerse tomaban el mismo color rojo.
Una hora después arrojó los caparazones vacíos al agua y, sonriente, se acomodó en la hamaca tendida entre dos árboles. El aire era tibio; apenas había viento. El agua lamía la costa y, saciado su apetito, se sentía en paz por primera vez desde que abandonara su casa.
Durmió profundamente, como no lo había hecho en el último año, y soñó con montañas de camarones para el desayuno. Por primera vez en varias semanas, no soñó con la noche en que se había quemado ni se vio rodeada de fuego.
Cuando salió el sol, Lauren siguió durmiendo. En el fondo, su mente se regocijaba de que no hubiera enfermeras
almidonadas plantándole bandejas de acero inoxidable bajo la nariz, a las cinco de la mañana, con la consabida pregunta: "¿Cómo nos sentimos hoy?" Sonrió en sueños y soñó con un pescado asado en el fuego.
Cuando sonaron los disparos estaba tan dormida que no los oyó. Se sabía a salvo; de algún modo supo que esos disparos no estaban destinados ella.
ESTÁS LEYENDO
LA PRINCESA(ADAPTACIÒN CAMREN-G!p)
RomanceSe llamaba Camila Cabello. Es una bella y arrogante princesa de un pequeño reino europeo. Envuelta en una tormenta de intrigas, cerca de los cayos de Florida, se ve arrojada a la costa, a los brazos de la arrebatadora Lauren Jauregui, oficial de la...