I

3.4K 115 37
                                    

Todo comenzó con pequeñas cajas de pastillas para dolor de cabeza

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Todo comenzó con pequeñas cajas de pastillas para dolor de cabeza. Las tomaba del suministro de su madre, estaban regadas por toda la casa. Paulina jamás notaria la diferencia, una más, una menos, era lo mismo. Pastillas, cápsulas, eran tantas casi como el alcohol escondido de su única hija, Megara. O como le gustaba a ella, Meg.

En sus años de juventud, Paulina había amado todo aquello relacionado con la literatura griega y romana. Fue tanta su obsesión que decidió llamar a su hija por el nombre de la primera esposa de Heracles. La niña tenía mirada de ángel y expulsaba astucia y belleza por cada uno de sus poros.

Una lástima que toda esa belleza se fue transformando en un arma letal para conseguir lo que quisiera.

Meg no ingería las pastillas, aunque en un principio la idea no le parecía tan lejana. Todo cambió cuando observó el daño y los demonios que desataban. Ella no quería dañarse. Pero lo hacía, con cada pastilla que vendía, con cada joven que corrompía, aunque ella no fuera quien los había invitado o incitado. Ella se había vuelto la ama. Ella les daba el veneno. Ahora su alma estaba manchada.

Aunque para una joven muchacha de 19 años, el mundo era grande. Oscuro, feo, y retorcido. Pero grande. Siempre podía llorar de todo el mal cometido en unos cuantos años, cuando conociera a alguien lo suficientemente rico para sacarla de la mierda en la que su madre la había metido. O eso pensaba Meg.

¿No es así como las princesas salían de sus problemas? Conocían a un príncipe apuesto, de pocas palabras y gran plata. Cuando menos pensaban eran las reinas de un castillo con más cuartos de lo que un infante era capaz de contar. Y Meg quería eso y más.

Por eso no importaba mancharse las manos ahora, cuando faltaba tan poco para su "principio feliz".

—¿A qué horas dijiste que vendrías? —Suspiró contra la línea—Tavo te quiere aquí ya.

Podía percibir a Grettel, darle una calada al cigarro. Siempre hacía eso, cuando a Tavo no le gustaba algo, cuando a Tavo se le daba la gana cogerse a su repertorio de chicas, o cuando Tavo no le daba su dosis diaria de atención. Meg sabía que Grettel tenía una fijación por su "jefe". Aunque en realidad, no hubiera ningún jefe en su mundo.

Todo se trataba de quien obedecía a quien. Quien era pisoteado y quien era temido. Ahí nadie admiraba a nadie. Y si había alguien que tenía más poder que todos en la ciudad, ese era el cabecilla, dueño de La cueva el club subterráneo más peligroso y visitado del lugar.

Lugar en donde Meg pasaba la mayoría de las noches. A donde se dirigía tras colgarle a su amiga. Meg y Grettel se conocieron en su último año de preparatoria, ambas eran desconocidas hasta que Meg vendió por primera vez una pastilla a un chico unos grados menos que ella. Quería el dinero. Lo necesitaba.

En ese entonces, su madre comenzaba a presentar los síntomas de la ELA, para Meg su mundo dejó de ser sólo su madre y ella. Ahora tendría que darle la bienvenida a una plaga indeseada, aunque, ¿Qué plaga era querida? Abrieron sus puertas a la enfermedad.

Tóxico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora