III

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Las calles de la ciudad eran siempre peligrosas. La colonia en dónde Meg vivía era un sitio cerrado, las casas estaban casi pegadas las unas con las otras, si alguien dejaba caer algún plato, las paredes eran tan delgadas que los vecinos podían oírlo, hasta con sus lágrimas tenía que ser silenciosa.

También los chancletazos eran perceptibles, así que cuando el hijo de Lupita, Juan, se portaba mal, sus gritos y la chancla eran un concierto en vivo. Después Lupita salía como si nada a la calle a regar sus matas.

Meg salió de La cueva a las tres y media.

Megara no quería pensar en nada relacionado con lo ocurrido, pero las facciones marcadas y masculinas del rostro de Heros continuaban apareciendo como flash frente a sus ojos.

Era un hombre bastante guapo, y eso a Megara la ponía llena de ira. A pesar de su atractivo, era el demonio en persona. No lo conocía, pero ya lo odiaba.

Heros la dejo irse, no sin antes decirle los planes que tenía para ella. Lo único bueno de su ascenso a la tercera planta, era que tendría más dinero. Quizás si se mataba en ello, podría abandonarlo en un par de meses. Megara se aferraba a ese pequeño hilo de esperanza. Ella no podía sentirse encadenada a ese lugar. La enfermedad de su madre eran sus propios grilletes.

Ella disfrutaba bailar. Hacerlo con poca ropa, maquillaje excesivo y frente a decenas de personas observándola de pies a cabeza no sería distinto a eso. Ella no era una puta, no iba a venderse, aunque técnicamente hubiera aceptado a trabajar bajo las condiciones de Heros, ella no pasaría a ningún cuarto. Las palabras de Heros fueron claras, Megara bailaría en la cuarta planta, frente a los nenes ricos, haciendo numeritos ensayados y no entablaría ninguna relación con nadie fuera del show.

Megara no confiaba en Heros, y sabía que la relación era mutua. Lo único en lo que creía era en su odio hacia las reglas rotas, el caos, golpes, y peleas innecesarias, aquellas que no pasaban por su filtro o aprobación eran brutalmente castigadas. Heros disfrutaba del poder en doblegar a los rebeldes, entre más conflictivos, desobedientes y retadores, mayor era su placer.

Meg prefirió caminar hasta su casa que tomar un Taxi, la luna se cernía sobre su silueta descompuesta en la calle. El vestido le picaba en las axilas y el cuello, también sentía una incomodidad en sus bragas, la escena con Heros le había costado caro.

Con las plantas sucias de los pies tras caminar sin tacones en los quince minutos de camino hasta su casa, entró con sigilo a la casa. No había ni una mosca volando, las luces de los porches estaban encendidas.

La casa era de dos pisos. Pagar la renta no era una preocupación, pues la casa era suya, era un regalo que la abuela, le había hecho a Paulina. Sólo tenían que responder por la luz, agua y gas. Algo igual de jodido y preocupante que una renta.

Paulina dormía en su cuarto, ubicado en el primer piso, era un cuarto pequeño, cerca del único baño de la casa, había una regadera con bañera, en dónde Meg se encargaba de duchar a su madre cuando esta se encontraba cansada, que era la mayoría del tiempo.

Meg se deshizo de la ropa y el vestido, no valía la pena lavarlo, y tampoco quería llevarlo a la tintorería, tras bañarse y curarse las heridas en su rostro, se hizo un moño en lo alto de su cabeza, salió por la puerta trasera de la vivienda y echo el vestido a la basura. No quería ningún recuerdo de la horrible noche que había pasado.

A la mañana siguiente Meg no tendría que asistir a La cueva, los domingos no abrían. Así que lo aprovecho al máximo al lado de la única persona que amaba en el mundo.

El rugido en su estómago la hizo apaciguar las carcajadas que emergían de ella, pues Paulina había decidido jugar al Monopoly y Meg la había descubierto haciendo trampa.

Tóxico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora