XVII

588 39 9
                                    

La mansión se encontraba alejada de la ciudad. Rodeada por vegetación muerta, repleta de objetos de incontable valor y cuidada por más de una centena de hombres.

El ruido del convertible era audible para Arturo, aunque a éste aún le faltara un kilómetro, para llegar a su propiedad.

Si era un enemigo, sólo tenía que presionar un botón y sus propios hombres se encargarían de volarlo en mil pedazos. Al auto y al conductor. Sonrió ante la imagen de metal y huesos como fuegos artificiales.

Pero el conductor del convertible amarillo no era un enemigo suyo. De hecho, eran buenos colegas en el bajo mundo.

El convertible de Evan rodeo la fuente de más de tres metros en la entrada para detenerse frente a su puerta. Evan, su amigo, bajó del auto. A diferencia de todos los días pasados que lo había visitado, esta vez no tenía un aspecto amigable. Los criminales podían hacer cosas horribles, pero no por ello tendrían rostros largos y expresiones de muerte todo el tiempo. Bueno, eso no siempre era cierto. Arturo, el padre de Heros, siempre tenía una sonrisa, pero ni siquiera trataba de que pareciera simpática, como la de su amigo Evan, no, la sonrisa de Arturo daba miedo y producía escalofríos. Era un hombre que sabía lo que hacía, y le gustaba.

—¡Amigo! —Le llamó Arturo al verlo cruzar el umbral de su ridículamente enorme casa.

Evan fue directo hacia el ala este, subió las escaleras y entró a la primera puerta de cristal.

—No lo tomes a mal, pero, son las diez de la mañana, que dirá tu mujer cuando regreses apestando a licor antes del mediodía.

Ambos hombres estaban en la habitación. El sol calentaba los reposabrazos del sillón en el cual Arturo tomó asiento. Observó los movimientos de su amigo, analizándolo. Esa mañana, Arturo había recibido noticias interesantes.

—¿Jane sabe qué estás aquí? —Arturo pronunció el nombre de la esposa de su amigo con lentitud.

La reacción no tardó en aparecer.

Explosiva y peligrosa. Como sólo los hombres de su clase podían ocasionar.

Evan tomó el líquido del vaso de cristal de un trago antes de arrojarlo con fuerza contra la pared. El vaso se quebró en miles de pedacitos, pronto el suelo de la habitación se vio cubierto de ellos. Después de que se acabó la cristalería de su amigo, sacó el arma de detrás de su pantalón y apuntó a la diana en el centro de la pared, frente a ambos, descargó el arma hasta que se quedó sin balas.

De inmediato el salón se inundó de los hombres de Arturo, vestidos de negro y cargados con ametralladoras hasta el cuello. Arturo hizo un movimiento con la mano, despachándolos del lugar. Él sabía que su amigo era inofensivo en esos momentos.

Y, además, acababa de confirmar las noticias.

Era cierto.

La esposa de Evan lo había dejado.

Rendido, Evan cayó al suelo, lágrimas bañaban sus mejillas. Jamás, en los más de diez años que ambos amigos se conocían, se habían visto llorar. Arturo era una piedra, un ser sin alma, eso creía Evan, al contrario, Arturo siempre había pensado que Evan debería ser menos emocional, pues en el negocio, los sentimientos nublaban la cordura, eran una distracción.

Arturo se acercó por detrás y apoyó ambas manos en la espalda de Evan. ¿Qué podía hacer el mafioso más grande del país para calmar a su amigo?

—¿Estás mejor? —Preguntó Arturo mientras le palmeaba el hombro con fuerza—Puedo traer más botellas de vino de la bodega, pero esas tendrás que estrellarlas en el jardín, mis alfombras son demasiado costosas para arruinarlas con vino.

Tóxico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora