Capítulo 48. «Los dioses actúan»

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Convertirse en un dios no es una cosa simple. Te da conocimiento, poder, inmortalidad. Te liga a una fuerza de la naturaleza, un poder vivo que habita dentro de ti y que puedes dominar, pero que también tiene la capacidad de actuar por sí mismo.

La naturaleza, esa fuerza que une a lo mortal con lo inmortal. Esa fuerza que da poder, ambiciones, que separa familias, que lleva a los peores y los mejores resultados. Por la naturaleza también somos capaces de amar.

Estar ligado a una fuerza de la naturaleza puede ser abrumador. Que esa fuerza de la naturaleza sea el inframundo, aún más. El inframundo no representa a ala muerte. La muerte tiene que ver con Skrain, un dios elemental ocupado y disperso. Tal vez que su elemento fuera el aire tenía que ver con que su poder también abarcara a la muerte, más aquello puede tener que ver con muchas interpretaciones distintas.

Aún así, el inframundo puede ser interesante. Un mundo debajo del mismo Erydas, con vida propia, un lugar lleno de historias del pasado, presente, y futuro. Cara pudo aprender mucho estando en él, pero, sobre todo, entendió la naturaleza divina que vivía en ella desde un principio. Aprendió de su padre, el mismísimo Sol, y de su madre, Virnea.

—¿De verdad quieres luchar? —la Luna, con aquel tono déspota que parecía caracterizarla después de revivir, preguntó—: Te advierto, querida sobrina, que solo eres tú y ese juguete de sombras los únicos que cuentan como dioses, todos los demás son solo semidioses.

Cara rodó los ojos.

—No estoy sola —contestó. Miró hacia los lados, específicamente hacia donde Amaris, Zedric, y Skrain observaban, luego agregó—: Los dioses elementales escuchan. Siempre han escuchado.

—Lo sé —contestó la Luna—. Pero, linda, la oscuridad también está de nuestro lado.

Una multitud de truenos y temblores sucedieron entonces. Parecía que el mismo mundo acabaría en aquel momento, que las profundidades de la creación y la naturaleza gemían de dolor, alteradas por la catástrofe.

Piperina, que hasta aquel punto se había sentido un tanto inútil por no poder mantener la barrera que protegía a la ciudad, ahogó un gemido de frustración y trató de entender lo que le sucedía a Erydas. Erydas, aquel planeta que se había convertido en parte de ella. Parecía rugir desde sus profundidades, y aquello no era bueno.

Piperina se inclinó en el suelo. Aún debajo de los brillantes sueños de mármol, profundos y fuertes, las raíces de miles de plantas parecían crecer a una velocidad increíble.

—¿Qué sucede contigo? —le preguntó Piperina a Erydas en un susurro. Enseguida varias grietas aparecieron en el suelo, y, de ellas, las raíces avanzaron y se llevaron a todos esos cuerpos que habían sido congelados por Akhor.

—Nos está ayudando —dijo Zedric. Piperina frunció el ceño, su mente tratando de localizar el lugar al que todos esos cuerpos estaban siendo llevados.

—Están en lugar seguro —musitó entonces una voz detrás de ella. Erydas, su padre, había surgido de la nada, y sus ojos verdes la miraban fijamente con una especie de cariño al que no lograba darle cabida—. Piperina, hija. Estamos aquí para ayudar.

Erydas centró entonces su mirada en el cielo. Skrain y Virnea bajaban de él, sus miradas fijas en la multitud que yacía en la explanada del palacio.

—¿De verdad piensan aparecer ahora? —se burló Alannah, que junto a la Luna parecían hacer una especie de dúo malvado un tanto exagerado, más molesto que aterrador. Las cosas se pusieron mal cuando dijo—. Queremos terminar con esto de manera pacífica. Skrain, Erydas, tienen muchas cosas que perder si intentan unirse a esta pelea. Lo sabes, padre.

Susurros de Erydas. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora