Capítulo 34. «Quebrantada»

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—Amaris, Amaris...

Zedric. Aquella era su voz. Su olor, la sensación de que estaba dentro de su mente, buscando alguna señal de vida. Era raro, porque no sabía cuando su mente había aprendido a distinguirlo invadiendo su ser.

Amaris abrió los ojos y lo vió, brillante, frente a ella. Su cabello se veía levemente pelirrojo con el sol, sus ojos la observaban, claros, dorados.

—Buenos días —contestó. Zedric suspiró, aliviado, y la abrazó, apretujándola y llenándola de besos. Estaba aliviado, y se veía claramente en su rostro.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Zedric, indeciso, incrédulo, y alejándose de ella para mirarla fijamente—. No, tú no lo hiciste. No sabes lo que estás pensando.

—Zedric, deja de hacerlo. Ya te lo he dicho muchas veces.

—Pensé que habías muerto. Tú escudo estaba abajo, no respirabas, ni siquiera tú corazón parecía latir. Nevhitas se veía tan tranquilo, observando a un lado de ti, y yo no veía nada. Nada que me diera esperanzas. Ni siquiera tú mente me decía algo. ¡Y ahora, cuando vuelves, no pude evitar entrar! No, Ranik no es el amor de tú vida. No lo es. Tú eres el amor de mi vida, y yo soy el tuyo.

—Zedric... —Amaris suspiró, decaída—. No lo sé. Las pruebas lo dicen todo. Hice ese trato con ella, Ranik murió. Tú no te has ido, siempre has estado aquí para mí. No eres él.

—¿Entonces, no quieres casarte conmigo? —el resentimiento se escuchaba en su voz, claro, doloroso. La miraba no con enojo, no con furia, más bien con decepción— ¿No me quieres a mí? ¿Lo quieres a él?

—Te quiero a ti, Zedric, pero él... —bajó la mirada, evitando verlo mientras dijo—: No puedo negar que hubo algo. Qué estuvimos apunto de besarnos una vez, y que lo besé también una vez en una visión. Tú eres al que quiero ahora, pero la culpa está ahí, haciéndome sentir que yo soy la causa de todo lo que ha sufrido. Tengo la culpa de su muerte, y de su dolor, de todo lo que tiene que ver con eso.

—Pero, Amaris...

—Sal de mi cabeza, Zedric, sal ya.

Amaris no tenía la fuerza suficiente como para poner sus escudos arriba de nuevo, y estaba enojada, furiosa porque Zedric estaba invadiendo su privacidad.

—Pero, Amaris, por favor. No quiero que estemos enojados...

—¿Y crees qué podremos estar bien si tú invades mi privacidad? ¿Si dejo qué te metas en mí mente, que juzgues mis decisiones, mis pensamientos? ¡Sal ya!

Amaris negó con la cabeza. Por unos pocos segundos su mente estuvo débil, quebrantada, indecisa, entonces, de pronto, volvió a ser ella misma. Así, pudo alzar sus barreras, levantarse, y mandarle al agua que viniera hacia ella y le diera fuerzas.

—Necesito estar lejos de tí —dijo, lento, una vez que pudo levantarse—. Volver.

—No puedes volver si no tienes el velo puesto —dijo Zedric—. Afortunadamente, me anticipé a esto.

Él estiró su mano, indicándole al rubio Lucáhn que viniera hacía él, lo que hizo. Buscando entre su cabalgadura, y justo debajo de todos los adornos del escudo de su familia, encontró una pequeña bolsita de la que sacó un velo idéntico al que Amaris había usado en primer lugar.

—Gracias —contestó ella, falta de opciones, mientras lo tomaba y se lo guardaba en uno de los pequeños bolsillos escondidos en su vestido—. Quiero estar sola. Me iré ahora mismo, no me sigas, por favor.

—Amaris, ¿Siquiera sabes dónde estamos, o cómo regresar?

—Mi poder está bien, y sé que las tierras de Belina están río abajo, donde la corriente desemboca hacia el mar. No se necesitan muchas habilidades para sentir el mar en grandes cantidades.

Susurros de Erydas. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora