C A P Í T U L O 7

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El martes llegó con las primeras horas de clase libres y conmigo sin saber cómo aprovecharlas. Así que revisé el calendario en mi teléfono y decidí que ir a la biblioteca sería una buena idea cuando noté que tenía un par de tareas atrasadas.

Con algo de suerte, encontraría algunos libros para buscar la información sobre el taller que presentaríamos el próximo viernes.

Pasé los dedos por los lomos de los libros, buscando el título del ejemplar de economía que necesitaba, cuando un nombre me llamó la atención y me hizo jadear, indignado.

—¿Has encontrado el libro? —preguntó Michael a unos cuantos pasos de mí, mientras buscaba el resto de los libros que necesitábamos para recolectar la información.

Ignoré su presencia como de costumbre y maldije para mis adentros el momento en que ese chico notó que vendría a la biblioteca a buscar material para el taller que haríamos juntos por ser compañeros de puesto. De no haber sido por eso, ahora no tendríamos que estar solos en la biblioteca examinando guías de texto.

Saqué de su lugar el libro que me llamó la atención y al darle la vuelta comprobé que, en efecto, se trataba de una copia antigua de Orgullo y prejuicio.

¿Qué hacía un clásico en el área de administración y economía empresarial? No quería saber la respuesta.

—Ha pasado un tiempo desde que leí este libro, tal vez lo relea pronto —murmuré distraídamente mientras abría el ejemplar.

—¿Orgullo y prejuicio? No te veía leyendo un clásico.

La sorpresa en su voz me hizo sentir ofendido.

—Para tu información, es uno de mis libros favoritos —notifiqué, dirigiendo mi atención a las páginas algo amarillentas del ejemplar en mi mano.

—Esto sí que es una sorpresa —expresó, fascinado—. ¿Alguna frase favorita que puedas mencionarme ahora?

Lo pensé por unos segundos y comencé a hojear las páginas hasta que mi frase favorita apareció por casualidad subrayada con resaltador. Me aclaré la garganta y me dispuse a leerla:

«A poca gente quiero de verdad, y de muy pocos tengo buen concepto. Cuanto más conozco el mundo, más me desagrada, y el tiempo me confirma mi creencia en la inconsistencia del carácter humano, y en lo poco que se puede uno fiar de las apariencias de bondad o inteligencia»

Levanté la cabeza y lo miré con aire de suficiencia cuando noté que lo había dejado pensativo. Se cruzó de brazos y se recostó en la estantería a mi lado, sopesando mis palabras.

—Es una estupenda frase —reconoció, como si necesitase de ello. Aun así, me tragué la respuesta ácida que tenía preparada para él y asentí.

No estaría de más tratar de dejar de estar a la defensiva todo el tiempo.

—Lo es.

Bajé la mirada al libro, pero volví a levantar la vista cuando Michael se aclaró la garganta y recreó una sonrisa extraña.

—Creo que en todo individuo hay cierta tendencia a un determinado mal, a un defecto innato, que ni siquiera la mejor educación puede vencer —pronunció pensativo, observando mi reacción.

Supe que mencionaba una parte del libro porque reconocía muchos fragmentos. Aun así, no entendí el propósito de mencionarme esa parte, por lo que la continué sin problemas:

—Y ese defecto es la propensión a odiar a todo el mundo —continué, confiado en mí mismo, hasta que recordé la parte que venía.

Con ello, cualquier atisbo de sonrisa que tuve se esfumó porque me había arrinconado.

El dilema de Stephen [P#1] (RESUBIENDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora